En mi infancia los lujos eran pocos, pero qué lujos!
Las vacaciones, por ejemplo, transcurrían en el campo; esto es, en un pueblo perdido en el medio de Entre Ríos (al que, entonces, sí llegaba el tren de pasajeros). El viaje era toda una odisea. En Lacroze mismo, cuando el tren empezaba a rodar, mi abuela abría su paquete de sándwiches de albóndigas que inundaba de olor a ajo el coche turista. Yo comía dos o tres, con mucha mayonesa, y siempre convidábamos a los ocasionales vecinos de asiento.
Cruzar el puente de Zárate - Brazo Largo implicaba escuchar la historia de siempre: antes los vagones eran subidos a una especie de balsas, el viaje tomaba todo un día, las mujeres solían descomponerse. Abajo, el Paraná de las Palmas lo escuchaba sin rezongar.
En Domínguez había que bajar. Como la estación era mucho menos larga que el tren, había que avisar al guarda, para que pida al maquinista que calcule la detención de modo tal que justo nuestro coche quede frente al andén, el resto del tren flotaba en la noche (siempre se llegaba de noche).
Ya en la casa del hermano de mi abuela, se armaban tertulias a lo grande: dulce de higo recién hecho, quesillo de los alemanes de Colonia Ana y discusiones filosóficas de fuste. Recuerdo que en una ocasión a una silla del patio le habían cambiado los almohadones y luego la estructura de hierro: ¿era o no la misma silla? Ni Heráclito ni Parménides se hicieron presentes y tuvimos que deliberar solos.
El otro día quería recobrar esa discusión filosófica y se la plantee a un amigo; pero como íbamos en tren, a la salida del trabajo, cambié el ejemplo por uno más a mano y le dije:
- ¿Podríamos decir que éstas vías por las que vamos son las mismas vías de siempre aunque se hayan sustituido primero los rieles y luego los durmientes y del material original ya no quede nada?
Rápidamente me di cuenta de que el ejemplo no era acertado, que esos centenarios hierros y durmientes jamás fueron cambiados… RUIDO ENSORDECEDOR, DESCARRILAMIENTO.