viernes, 25 de junio de 2010

de Barberías

He desarrollado, no sin cierto orgullo, una gran flexibilidad peluquera. A diferencia de muchos conocidos (amigas varias y algunos amigos un tanto metrosexuales) no estoy atado a las tijeras de tal o cual coiffeur, sino que, a la hora de elegir barbero, me guío, exclusivamente, por un criterio de cercanía.

Salvo un breve período de vida palermitana, en la que la peluquería mas cercana tenía nombre alternativo, colores estridentes y chistes recortados de algún diario en el sector del techo que cubría los lavacabezas (qué bichos raros, por cierto), siempre me atendí en la típica peluquería de barrio (mi cabello tosco, cada vez más escaso, no amerita mejores esfuerzos).

Ahora vivo en un barrio de poco peluquero, y la pelu más cercana es, también, muy alternativa. La probé, me hice amigo del fulano que atiende, pero ya no vuelvo a cortarme… no es lógico esperar tres horas, entre señoras llorosas, travestis adrenalínicos y revistas gente y paparazzi.

Una vez más el tren me salvó: yendo al laburo, y a dos cuadras de Retiro, tras un local vidriado, encontré tres viejos peluqueros con todas las de la ley. No lo dudé y ahí entré.
Mientras siga esta geografía de vida, ésta será mi peluquería pese a la traumática vivencia que experimenté, por cierto muy ajena a la noble actitud de los tres señores peluqueros.

Es que, sentado en el trono del centro, tras dar una escueta instrucción, mirando de reojo la tele 14 pulgadas que es soportada por unos indisimulados hierros negros, advertí la entrada de un grupo familiar y, paralelamente, el depósito de un niño.
Veamos. Una señora, con dos hijas pre-adolescentes y un tercer chico (que iba, justamente, a ser peluqueado) ingresaron casi al mismo tiempo en que otro chico, algo menor, era dejado por (supongo) la chica que (no) lo cuida, quien se limitó a informar que lo pasaría a buscar en media hora y se fue sin siquiera decirle chau.

A mi izquirda, madre y hermanas se instalaron tras el trono del menor y deliberaron, instruyeron y, sobre todo, aturdieron acerca de cómo querían el largo del pelo, la caída del flequillo, el descubierto pero no tanto de las orejas… etc. El chico, resignado, convertido en muñeco, no opinaba. A la derecha el otro chico tampoco opinaba, sólo hombros levantados y cara indiferente, ante la pregunta obvia: ¿cómo lo querés, cómo Messi?

Por un momento pensé que el uno envidiaba al otro y viceversa, luego que no existen buenas realidades.

miércoles, 16 de junio de 2010

Bastones blancos

Plena hora pico, una isla de conversación en el océano de cuerpos callados, en continuo movimiento, expulsados de la terminal.

Inevitable mirarlos; dos ciegos charlando. Se reían como ex compañeros de escuela que de pronto se reencuentran.

¿Cómo se habrán reconocido? me pregunto; mientras ellos se cuentan, con lugares comunes, actualidades apenas soportables.

Sus cuerpos, en cambio, reviven pasados realmente prósperos, de adolescencia, de endorfinas, de deseo jamás concretado. Es curioso, lo noto en sus ojos.

Inevitable escucharlos; ella le dice: ésta es mi hija. Entonces, detrás de unos anteojos de vidrio grueso, la nena alza su vista y lo mira tímida. Él extiende su brazo, bastón colgando, y con naturalidad tantea una cara que se deja hacer.

Por último, escucho: ¡qué linda!

martes, 8 de junio de 2010

Estoicismo

De un lado los andenes, y cientos (¿miles?) bajando. Algunos embudos con forma de molinete y, del otro lado, el hall central con pretensión de país potencia. Pero también con churros y loterías muy locales, con perros policías y rincones hechos camas provisorias (o definitivas). En ese hall también hay una virgen (una imagen de) enclaustrada en box de acrílico transparente.

Al bajar del tren, suele haber prisa que, sumada al efecto embudo, se traduce en empujones y codazos. Yo los soporto estoico, y los aplico más estoico aún.
El otro día, los recibí de una mujer a la que luego vi (¿perder?) varios segundos con su mano apoyada en el acrílico protector de la virgen.

Continué estoico.