martes, 21 de diciembre de 2010

onírico

P. llegó siguiendo a una chica argentina, cuando todo parecía una broma controlable. Hoy ya lleva nueve años entre gente algo incomprensible (igual que su mujer) y a los que les enseña su idioma.

Ir a dar clases a esa empresa de la zona sur le gusta, encuentra algo atractivo en ese viaje en tren que, incluso, atempera su rechazo al acento incorregible de la mayoría de sus alumnos. Pero hoy la cosa viene ardua y se regala un descanso. Antes de tomar el tren se sienta en un banco roñoso de Constitución, abre la botellita de agua helada y toma de ella con desesperación.
El calor apenas si se desensaña con él. Duelen los pies, duele la cabeza. El cuerpo le pide dormitar unos segundos, y él le da el gusto en exceso.

Como siempre que empieza a soñar, el switch se activa y la lengua materna hace el trabajo del inconciente. Pasan 2 o 3 minutos (que en su percepción inicial parecerán 40). Antes de desesperarse por la posible pérdida de una puntualidad intachable, antes de cobrar conciencia plena y ver el reloj tranquilizador, escucha los ruidos de la estación, el silbato de un guarda, el rechinar de los hierros hechos ruedas sobre los hierros hechos vías y no tiene duda, está en su pueblo, en su estación.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Instrucciones para una experiencia caliente


Para esta época del año, es posible encontrar, en Buenos Aires, un rincón sin ruidos, de calles desiertas, con viento tibio, donde pactar con el diablo.

Hay que beber —aunque no arruinarse— la noche del 24, y el 25, despertar antes de que el mediodía comience a ser olvido (justo cuando el sol parte la tierra y las cabezas de los que asoman). Entonces hay que desafiar al sol y ganar la calle. Ir a una estación de tren y esperarlo mucho (porque el 25, hay trenes, pero tardan mucho). Bajarse en alguna parada ya alejada de las cabeceras, donde unas cuadras bastarán para perder el asfalto bajo la suela. Entonces el viento tibio se volverá polvo y secará aún más la boca sedienta de la cabeza partida y en llamas. Quizá se vea el espectro de algún chico a lo lejos, desafiando la siesta y el desierto, y se podrá, a lo sumo, intuir algún vecino espiándonos, como sospechosos que somos, pero no habrá nada más. Ahí podremos ir siglo y tanto para atrás, y sentirnos don Juan Manuel, derrotado, yendo al exilio, cuando con letra de Andrés Rivera, dijo:

“Hacía calor en la ciudad … las ventanas y las puertas de la ciudad estaban cerradas, como si un viento de peste silbara por las calles de la ciudad, y había un silencio como no conocí otro en esas calles de Buenos Aires, vacías e invadidas por el sol del verano. Era mucho calor, y bochornoso y sé que me miraban, que miraban … miraban el espectro lívido de la derrota en los campos de Caseros … y miro las casas cerradas de Buenos Aires, el viento de la peste que silba en las calles de Buenos Aires, y el sol que cae, como plomo derretido, sobre los techos de las casas de Buenos Aires” (El farmer).

viernes, 3 de diciembre de 2010

choice

Luli es fresca, en el mejor sentido. Su piel suave, sus veinte años, su irreverencia, y otros atributos, le dan un toque seductor que no cesa de usufructuar.

Venía de la facultad, de discutir con un auxiliar docente. Ella decía que no había barreras culturales para que los universitarios interactúen con los obreros, pero lo que más le importaba era contradecir al ayudante, porque le gustaba.

Subió en el último vagón —de asientos ocupados— y caminó por el pasillo. Ya en el tercer vagón vio algunos claros, relojeó con la mirada y se sentó al lado de un lindo pibe, algo mayor que ella, que intuía trabajador de salario bajo.

El estaba prolijo, recién bañado, desbordando desodorante, bien plantado sobre zapatillas llamativas, que hacían juego con la pose canchera.

Antes de instalarse Luli escuchó el reggaeton que brotaba fuerte de los auriculares que llevaba en las orejas, que —como ocurre tan seguido— se convertían en parlantes para todos.

Luli, frente a sus amigos de la facultad que critican esa música (negándole tal carácter), dice que le gusta el reggaeton; pero cuando se junta con su amiga del secundario, a quien sí le gusta, suele denostarlo. Ahora no sabía en qué lugar ponerse.

El la miró, y con gesto natural, quitó un auricular de su oreja y se lo ofreció. Ella, con gesto natural se lo colocó en su oído. El tren arrancó. El sacó una bolsita de nylon, transparente y chiquita, llena de caramelos masticables de muchos colores, extendió su brazo y Luli aceptó el segundo convite consecutivo. El tren siguió su marcha, hubo mucha rima pegajosa en forma de canción, ningún diálogo y algunos ligeros roces de piernas.

Luli toma el tren por cuatro estaciones solamente, él tiene un viaje más largo. Al entrar en el andén de la estación de Luli, ella se quitó el auricular de su oído, se paró, y se lo ofreció. El retrucó, también se quitó el auricular, tomó el mp3 y se lo ofreció. Habló por primera vez. Dijo: —para que escuches buena música hasta mañana. Mismo tren, mismo vagón, me lo devolvés.

Luli, dudó, titubeó, y cuando sonó el silbato, con el mp3 en la mano, corrió hasta la puerta y logró a bajar. Llegó a casa con el reproductor de música de un desconocido, lleno de reggaeton.

Esa noche soñó con el ayudante. Estaba encargado de tomar parcial en la facultad y entregaba un choice de una única pregunta: ¿qué hacer? a) quedarse con el mp3 y jamás tomar ese tren de nuevo; b) volver al tren, entregar el mp3 y huir; c) volver para no huir y que restituir o no el aparato sea lo de menos, d) ninguna de las anteriores es correcta.

martes, 30 de noviembre de 2010

martes no te cases ni te embarques

Martes 7 de diciembre de 2010, 19.15hs, en el bar "Down Town Matías" de Belgrano R

La fecha y lugar indicados pertenecen al primer encuentro de gusanos metálicos al que, según pronostico, iremos, únicamente, mi amigo Alejandro -uno de los pocos seguidores que conozco antes de empezar este blog, y que propuso el encuentro: gracias!- y yo (lo cual, de por sí, está muy bien).

Por supuesto que están todos invitados y será un placer si, las estrellas se alínean y hay que extender la mesa. Supongo que tendré que llevar algo para identificarme, por si se da ese tan poco probable escenario. Muy bien, algún sombrero aparecerá sobre la mesa, pierdan cuidado.

Aclaración: no es el down town que hace honor a su nombre (o sea, que queda en el centro), es como ya dijimos, el que queda al costadito de la estación Belgrano R del tren Mitre, ramal Mitre o Suarez;

Segunda aclaración: no es un bar que nos guste demasiado, pero reunía dos requisitos fundamentales: está al costado de una estación de tren y tiene cervezas dignas.

jueves, 18 de noviembre de 2010

mago pollo

Hay gente con la que, con cierta frecuencia, comparto vagón. Es lógico, horarios y destinos comunes, y la preferencia por el último coche de la formación.

Una de mis compañeras habituales es feúcha, siempre tiene cara de cansada, gesto amargo, y usa ropa de ningún estilo que lleva coherentemente (con ningún estilo).

Pero la última vez que la vi estaba cambiada. Borren todo lo anterior y sustitúyanlo por los respectivos antónimos.

Me extrañe, corrí la vista de ella y la fijé en el horizonte del vagón. Vi a un pelado pegar un sticker al lado de la puerta, decía: “show de magia, http://www.magopollo.com.ar/”, se dio vuelta, me miró, y sonrió.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Hall of Fame

El andén, que de chico me parecía algo imposible de derrumbar, se transformó en una rústica estructura de hierros que sostiene unas losetas de cemento sobre las que pisamos, y nada más.

Abajo brotan unos yuyos verdes, y se acumula basura, y a veces es el refugio de alguien en situación de refugiarse.

Pero, hoy hablaremos del arriba, sucio y pisoteado. Es que fui testigo de la sustitución de algunas de las losetas —ya rajadas al punto de quebrarse— por otras nuevas, que fueron hechas in situ —fraguadas ahí mismo—, generando un espacio de cemento fresco para dejar la firma.

Beto, Mili, El ruso, Egresados 2010, Quilmes Capo, y Metallica, entre muchos otros, ya colmaron los espacios disponibles.

En mi camino a la boletería iba pensando en “Chechu putita”. ¿El disminutivo provendrá de su contextura física, de que es no es taaan puta, de que es puta semiprofesional, te pide unos zapatos pero no efectivo…?

Pido uno a “Retiro ida” y escucho tras el impenetrable vidrio espejado, que el boletero saluda a alguien: “Hola Chechu”.

viernes, 5 de noviembre de 2010

ser o no ser

Los pibes juegan a la vera del tren
el arco que da a las vías no es arco,
es un conjunto de remeras,
amuchadas en dos postes, que no son postes.

La canchita de pasto no es de pasto,
es de tierra seca
(un sapo muerto,
pero más aplastado que muerto,
es lo más verde del lugar).

La pelota de cuero no es de cuero,
es de un compuesto sintético
que tiene, insistentemente, destino de vías.

Hasta que…
la pelota no es más pelota,
no es esférico, no es bocha, no es balón
es desecho y goles potenciales que no llegaron a gritarse.

viernes, 22 de octubre de 2010

temor a quedarse solo (otra vez)

Gustavo no recuerda a sus padres. No siente que le falte algo. No los menciona nunca. Su abuela tampoco. A veces teme por ella (y, por lo tanto, también por él), la ve grande.

Con su abuela se sientan en el patio, en el tronco hecho banco, en una imagen cuya ternura no alcanzo a describir, y cuando el ruido del tren se hace presente, rebotando entre paredes vecinas, arriesgan norte/sur o sur/norte.

Gustavo está ganando más seguido, su abuela tarda en arriesgar, el juego que antes le gustaba tanto ahora le evidencia que su abuela está grande.

jueves, 14 de octubre de 2010

Si te tirás, me tiro

Me pasan el dato, me intriga, voy, lo constato.

No es un graffiti más, “si te tirás, me tiro” se lee en el muro de la estación.

Podemos pensar una adaptación: Julieta Lee y Romeo Park pertenecen a dos familias rivales, en lucha por el dominio de los supermercados de Belgrano. Ellos se aman, sus familias se odian. No obstante, ellos siguen adelante. Surge un incidente grave: Romeo decide bajar el precio de las gaseosas en sus locales más allá del límite tolerable y el padre de Julieta organiza una eliminación del heredero Park. Paralelamente, decide una boda para su hija.

Julieta, enterada, también planea una treta con la ayuda de su primo, un genio de la física y la química deportado de los Estados Unidos por acoso a una alumna en la universidad en que enseñaba. Este científico que durante el día apila cajones de cerveza en el súper, crea por las noches un holograma a imagen y semejanza de su prima (aunque visto de cerca también tiene algo de su alumna). Finalmente, lo dirige al tren a la vista de los vecinos, para que ellos atestigüen sobre el presunto suicidio que liberará a Julieta.

Ella, bien guardada, envía un mensaje de texto a su Romeo dando cuenta del plan que les permitirá escapar. La red telefónica se ve sorpresivamente interrumpida y el mensaje no llega. El holograma, en cambio, funciona a la perfección.

Romeo cruza por la estación y se sorprende al ver a Julieta dirigirse al tren, le grita pero el holograma no escucha. Desesperado, desenfunda un aerosol que compró minutos antes para retocar el frente de uno de los locales de su padre y escribe grande en la pared “si te tirás, me tiro”.

Nada que hacer: holograma se tira, Romeo se tira, Julieta -que vio el mensaje aun en bandeja de salida y se acercó al lugar- al notar lo ocurrido también se tira. Las versiones de los vecinos son discordantes en cuanto al modo y momento en que Julieta se lanzó.

viernes, 8 de octubre de 2010

El proceso y el resultado


Bajó de la torre de oficinas de ascensores galácticos, con techos de doble altura y guardias en la puerta; atrás había quedado el buen café que tomó en la reunión —fue el único que aceptó el convite, los demás, en situación más tensa, declinaron la oferta—.

Todavía más atrás había quedado ese rato de espera, en el que se dedicó a mirar en soledad la escultura de la sala de reuniones. Una escultura de hierro, montada sobre un soberbio pie de mármol. Era un conjunto bello, de extrema pulcritud, que transmitía armonía y serenidad.

Al Cdr. Suminski lo habían convocado unos clientes —podría no haber ido para nada, y la cosa no se hubiera movido un milímetro—. Sus clientes serían apretados por un profesional de ese arte, con oficinas ya descriptas. El tipo, que hacía pasar su función como una gestión de negocios, había sido contratado por la contraparte de los clientes de Suminiski, en un litigio en el que nadie tenía razón y todos —pero sobre todo los clientes de nuestro protagonista— tenían mucho que esconder.

La cosa es que los clientes de Suminski querían reducir al mínimo posible ese apriete y se ilusionaron en vano con la eventual utilidad de mostrar algunas debilidades contables de la contraparte, para mejorar su posición relativa.

Suminski no era tierno, pero la situación lo doblegó. Demasiada escoria para volver a trabajar ese día. Aprovechó que estaba cerca de Retiro y tomó el tren. No bajaría en la estación de su casa; lo haría una antes, podría ver el río y caminar un poco.

Ni bien los trenes dejan los andenes de Retiro, suelen detenerse uno o dos minutos. El tren de Suminski no fue la excepción.

En general, esa parada fuera de programa permite ver el área de trabajo de Regazzoni, un artista que hizo de los galpones cercanos a la estación su casa y su taller.

Ahí apila todos los desechos ferroviarios que puede encontrar (tuercas, tornillos, durmientes, chapas, semáforos, lo que sea), y que luego dan vida a sus obras. El contraste es evidente, un proceso de elaboración sucio, grasoso, polvoriento, ruidoso, que deviene en una posterior exhibición pulcra y silenciosa, en una galería de arte, o en la sala de reuniones de algún apretador.

¿Será la vida de este apretador profesional, a su modo, una obra elaborada como una escultura? Un proceso sucio de amenazas, miedo, estómagos retorcidos —cuando no, el envío de unos matones— y una posterior capitalización en horas de los mejores hoteles y restoranes, de pasajes en primera, de música clásica en equipos de audio de alta fidelidad, de habanos solamente hechos en Cuba.

viernes, 1 de octubre de 2010

Polos opuestos

Para cuando subí al vagón y las vi, ya estaban sentadas juntas. La primera impresión, prejuicio mediante, fue que se trataba de una chica de la calle y una mujer bien, exponiendo desde primera hora al gran público del tren las dolorosas diferencias de nuestra sociedad. Cuando escuché que la señora bien vestida le pedía que identificara ciertas letras en el diario que la nena fingía leer dudé (barajé la posibilidad de que fueran tía y sobrina -hija de hermano hippie-, por ejemplo). Finalmente, cuando escuché que la señora le reclamaba a la niña, con tono maternal, que aun no conocía su nombre confirmé mi prejuicio.

La mujer de cara angulosa, ropa de calidad sin estridencias, anillo de casada en su anular, y de evidente cargo jerárquico en alguna empresa de capitales extranjeros, se mostró (contra mi pronóstico) tierna y dulce. Insistió en corregir algunos errores de la chica que declaró 6 anos y luego 5, y que, evidentemente, aun estaba aprendiendo los números. Festejó cuando la nena distinguió correctamente “esta es la z de zorro”. Luego, cuando pasaron a la sección de deportes, se registró la única divergencia seria: Maradona reclamaba una segunda oportunidad en la selección, y la nena cantó/gritó “Maradó, Maradó”. La señora no ahorro cara de disgusto y le dijo seria, “a mi no me gusta Maradona”. “A mi sí” retrucó la nena y volvió a corear su “Maradó, Maradó”.
Vuelta de página. Quien sabe por qué, el diario tenía una nota sobre los Picapiedras (su existencia estaba completamente exiliada al altillo de mi cerebro). La nena se fascinó con los dibujos y la mujer le explicó cómo se llamaba cada uno, Pedro, Pablo, Vilma y … Betty (ayudaron en simultáneo dos senoras que, como todos, miraban ese extrano encuentro). La nena rapidamente memorizó sus nombres, los repitió y ganó el aplauso de los pasajeros cercanos.
Al llegar a su estación la mujer saludo a la nena, pero fue un saludo seco, había sin dudas algo de dolor en las dos frente a esa despedida. Había también dolor en los que estábamos cerca. La mujer se llevó el diario.
Yo también bajé, inundado de una sensación amarga: cuántas vidas hay boyando por ahi? Cuánto dolor y abandono? La muestra gratis de contención, habrá sido beneficiosa o simplemente reveladora de una carencia insustituible?

martes, 21 de septiembre de 2010

Bufar y patear

Confunde el tren, mitad apuro, mitad su forma de ser.

Fue hábil para colarse, pero nulo en la necesaria averiguación previa. Ahora ve, con pavor, pasar estaciones de largo —encima es un rápido—. Son estaciones del noroeste, y no de su ansiado norte a secas. El norte en el que lo espera —en vano— la chica del chat.

El tiene el número del celu de ella, pero no tiene aparato y no se anima a pedir uno prestado. Su mente no puede pensar, se dedica únicamente a culpar al tren por no tener un equipo telefónico público a bordo. Luego, advierte su absurda elucubración, se autoresponsabiliza y exonera a los trenes tercermundistas. Más adelante (debería decir, más hacia el noroeste) la bronca cobra fuerza, bufa y patea un asiento. Ve gestos de desaprobación y alguno de temor a su alrededor; con esa patadita perdió toda chance de pedir prestado un teléfono.

Se baja Hurlingham, 15 minutos más tarde de la hora en que había acordado encontrarse en Acassuso y tarda 10 más en convencerse de que le paga la multa al guardia o los de seguridad lo llevan al cuartito. Saca de su bolsillo lo último y compra su libertad.

Corre a un público, coloca una moneda residual y llama. El celular de ella no tiene crédito para recibir esa llamada. Tan bienuda no es, deduce y pierde interés. Recorre el centro de una localidad que no conoce, pensando en cómo colarse para volver.

Se olvida de la cheta, mientras conversa con una promotora de un crédito en el acto, solo con DNI, a tasas siderales.

Veinte minutos más tarde la chica de Acassuso se levanta, se quita el prendedor que la identificaba, bufa y patea la mesa. Se va del bar, entre gestos de asombro, triste, convencida de que otra vez, el candidato pasó por allí, la vio fea y siguió de largo.

viernes, 13 de agosto de 2010

Un Taunus Ghía

Palmer (desconozco el origen de su apodo) es un poco nerd. Actualmente destina buena parte de su tiempo a leer revistas de autos, esas que cuentan las innovaciones que se aplican a los de alta gama, muestran fotos de las versiones que se lanzan en Europa y prueban (en rigor, transcriben la prueba que otro hizo) autos con motores de más de 300 caballos.

Quizá sea así, porque de chico era parecido. Cuando veía un auto moderno estacionado, se le acercaba, y relojeaba el interior. Miraba el tablero, el tapizado y hasta las alfombras.

Sus recuerdos más felices son de 1983. En ese año, a la algarabía popular por la vuelta de la democracia —basada en promesas irresponsables que le atribuían facultades casi milagreras—, se sumaba que el equipo de su club, categoría ’72 (que él integraba) había clasificado para las finales.

Era necesario, entonces, ir a lugares más o menos lejanos, en el auto de algún padre futbolero (el papá de Palmer nunca fue a verlo; siquiera cuando jugaba en su club, a dos cuadras de la casa).

Palmer se lanzaba, siempre, al auto del papá de Tito (Ernesto padre), de quien, sin embargo, no era muy amigo. Es que era un Taunus Ghía modelo 82, que conservaba olor a nuevo, y lo hacía sentir como en un avión.

Ni que hablar del día que se jugó la semi. Todo gris, encapotado, oscuro. Parecía de noche. Ernesto padre encendió las luces y el tablero se alumbró orgásmicamente de un verde botella.

Palmer, entró en el segundo tiempo. Perdían 2-0. Ya en la cancha corría jugando a que manejaba el Taunus. El piso estaba mojado, y en un corner conectó un rebote y puso el 2-1.

Ya casi no quedaba tiempo y el partido terminó así. Hubo algunas puteadas entre los pibes, pero Palmer se dio por bien pagado: el tablero iluminado, el gol, algún reconocimiento tibió por su derechazo, para él estaba bien.

Lástima que el padre de Tito dijo que no volverían al barrio, que iban a lo de la abuela. Así que Palmer tuvo que volver en la caja de la citroneta del padrastro de Ramírez (que no tenía apodo). La lluvia se largó con todo y una gotera se encarnizó con él.

Al año siguiente Tito se mudó y el Taunus se fue del barrio.

Hoy, en Nazca y la vía, Palmer vio venir un Taunus, medio desvencijado, con las ruedas formando un dudoso ángulo con el piso. Le pareció que era el de Tito —“lo sentí”, dijo después al relatar el suceso—.

El Taunus encaró la vía decidido —como a unos 70km/h (calcula Palmer, con base en nada)—, y el paso a nivel le cobró una rueda. Los vecinos llaman al pozo en cuestión "el hocico", por su similitud con ese distrito anatómico animal.

Palmer corrió hacia hasta allí, e intentó ayudar al actual dueño del auto —que se resistía a dar datos de cuándo y dónde lo compró— a correrlo del lugar. Pero la ayuda fue inútil, hizo falta una grúa.

El tren estuvo interrumpido una hora quince, en la que Palmer se dedicó a mirar el auto y tocarlo un poco. El de Tito tenía una virgencita de plástico pegada sobre la guantera. Este no. Pero Palmer reconoció en la veta de la madera de la guantera una cicatriz "con forma de virgencita". Evidente que ahí estuvo pegada, dijo Palmer con toda certeza.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Que tenga cura


Ella no era baja, pero él era muy alto. Así, la cabeza de ella reposaba en el sector bajo del pecho de él, que se encorvaba torpemente.

Las líneas que dibujaban esos cuerpos no eran estéticas. Como no lo era el espasmódico sollozar de ella, ni el fingido gesto de dolor con el que él la contenía, propio de actor de telenovela de producción barata.

En él había además, cierto aprovechamiento. La acariciaba de un modo que, seguramente, ella no permitiría en una situación distinta, ajena a esa soledad que trae el dolor.

Ella estaba múltiplemente abrigada (tapado, gorros, guantes, bufanda). Pero el frío no la soltaba, parecía provenir de su interior.

De la mano de ella colgaba una bolsa de buen polímero. Las manijas eran firmes y tenía dos logos. Uno de una empresa de películas fílmicas. El otro de un centro de diagnóstico por imágenes.

viernes, 16 de julio de 2010

Playon de maniobras "Maniobrame papi"

El playón de maniobras quedaba al lado de la estación, que quedaba en las afueras del pueblo, que quedaba en un rincón olvidado de la provincia.

Ahí mismo, un galpón venido a menos, ante el desuso ferroviario, albergó copas de poco monto y sexo sucio y frío.

Nadie en el pueblo lo ignoraba. Muchos hombres, claro, tenían conocimiento directo del asunto. Pronto, esta situación fue aplicable también a los pueblos vecinos.

Escuché a un hombre grande decir que hubiera preferido la vida al revés: de joven el burdel y de viejo tener un tren que ir a saludar.

Un día llegó una patrulla de salubridad y cruzó fajas en las puertas precarias. Fue la comidilla del pueblo.

Cuentan que un abogado se presentó ante el juez y planteó una nulidad (cuestiones de forma). Dicen también que deslizó como al pasar que evaluaba recusarlo y ofrecerlo como testigo; que había información acerca de alguna presencia suya en el lugar.

Pocos días después, el juez constató que el procedimiento estaba viciado de nulidad. Todo volvió a la normalidad.

viernes, 2 de julio de 2010

Clonados

El tren brinda algunas satisfacciones.

Por un lado, las satisfacciones inherentes al servicio, o sea, el transporte ágil para muchas personas, sin embotellamientos, ni frenadas constantes, etc.

Por otro, satisfacciones del orden del realismo mágico. Hay varias, pero hoy me detendré en un fenómeno que he verificado en más de una ocasión. Se trata de “los clones de los famosos mediocres”.

De golpe, en una estación intrascendente sube un tipo (o mina) que, es evidente, responde al mismo patrón genético que alguno de esos tipos (o minas) mediocres, que deambulan por canales de televisión, obteniendo réditos que los ponen en autos lujosos y no en vagones desvencijados. No me refiero a tipos talentosos, artistas de fuste, etc. Siempre son mediocres que, por fortuna, cayeron parados en la ruleta de la vida.

He visto a un Marley (el local, claro) vencido por el día, con un dolor de cabeza interminable, retornando a una casa en la que le espera un escritorio y una luz de lámpara para seguir leyendo el bibliorato que se llevó de la oficina. En alguna otra ocasión vi a un Jacobo, todo transpirado, putear porque un punguista quiso meter la mano en su bolsillo —insulta igual (es igual aunque más vaqueteado), pero sin cámaras que lo filmen—. Vi un Ventura recibir un cachetazo por aproximarse demasiado a una dama. Una Francese frustrada por el nuevo aplazo en la previa que le quedó (literatura).

¿Realidades paralelas? ¿Justicia cósmica en curso? ¿Es vil catalogar estas experiencias como “satisfacción”? Lo único cierto es que, si prestás atención, los ves.

viernes, 25 de junio de 2010

de Barberías

He desarrollado, no sin cierto orgullo, una gran flexibilidad peluquera. A diferencia de muchos conocidos (amigas varias y algunos amigos un tanto metrosexuales) no estoy atado a las tijeras de tal o cual coiffeur, sino que, a la hora de elegir barbero, me guío, exclusivamente, por un criterio de cercanía.

Salvo un breve período de vida palermitana, en la que la peluquería mas cercana tenía nombre alternativo, colores estridentes y chistes recortados de algún diario en el sector del techo que cubría los lavacabezas (qué bichos raros, por cierto), siempre me atendí en la típica peluquería de barrio (mi cabello tosco, cada vez más escaso, no amerita mejores esfuerzos).

Ahora vivo en un barrio de poco peluquero, y la pelu más cercana es, también, muy alternativa. La probé, me hice amigo del fulano que atiende, pero ya no vuelvo a cortarme… no es lógico esperar tres horas, entre señoras llorosas, travestis adrenalínicos y revistas gente y paparazzi.

Una vez más el tren me salvó: yendo al laburo, y a dos cuadras de Retiro, tras un local vidriado, encontré tres viejos peluqueros con todas las de la ley. No lo dudé y ahí entré.
Mientras siga esta geografía de vida, ésta será mi peluquería pese a la traumática vivencia que experimenté, por cierto muy ajena a la noble actitud de los tres señores peluqueros.

Es que, sentado en el trono del centro, tras dar una escueta instrucción, mirando de reojo la tele 14 pulgadas que es soportada por unos indisimulados hierros negros, advertí la entrada de un grupo familiar y, paralelamente, el depósito de un niño.
Veamos. Una señora, con dos hijas pre-adolescentes y un tercer chico (que iba, justamente, a ser peluqueado) ingresaron casi al mismo tiempo en que otro chico, algo menor, era dejado por (supongo) la chica que (no) lo cuida, quien se limitó a informar que lo pasaría a buscar en media hora y se fue sin siquiera decirle chau.

A mi izquirda, madre y hermanas se instalaron tras el trono del menor y deliberaron, instruyeron y, sobre todo, aturdieron acerca de cómo querían el largo del pelo, la caída del flequillo, el descubierto pero no tanto de las orejas… etc. El chico, resignado, convertido en muñeco, no opinaba. A la derecha el otro chico tampoco opinaba, sólo hombros levantados y cara indiferente, ante la pregunta obvia: ¿cómo lo querés, cómo Messi?

Por un momento pensé que el uno envidiaba al otro y viceversa, luego que no existen buenas realidades.

miércoles, 16 de junio de 2010

Bastones blancos

Plena hora pico, una isla de conversación en el océano de cuerpos callados, en continuo movimiento, expulsados de la terminal.

Inevitable mirarlos; dos ciegos charlando. Se reían como ex compañeros de escuela que de pronto se reencuentran.

¿Cómo se habrán reconocido? me pregunto; mientras ellos se cuentan, con lugares comunes, actualidades apenas soportables.

Sus cuerpos, en cambio, reviven pasados realmente prósperos, de adolescencia, de endorfinas, de deseo jamás concretado. Es curioso, lo noto en sus ojos.

Inevitable escucharlos; ella le dice: ésta es mi hija. Entonces, detrás de unos anteojos de vidrio grueso, la nena alza su vista y lo mira tímida. Él extiende su brazo, bastón colgando, y con naturalidad tantea una cara que se deja hacer.

Por último, escucho: ¡qué linda!

martes, 8 de junio de 2010

Estoicismo

De un lado los andenes, y cientos (¿miles?) bajando. Algunos embudos con forma de molinete y, del otro lado, el hall central con pretensión de país potencia. Pero también con churros y loterías muy locales, con perros policías y rincones hechos camas provisorias (o definitivas). En ese hall también hay una virgen (una imagen de) enclaustrada en box de acrílico transparente.

Al bajar del tren, suele haber prisa que, sumada al efecto embudo, se traduce en empujones y codazos. Yo los soporto estoico, y los aplico más estoico aún.
El otro día, los recibí de una mujer a la que luego vi (¿perder?) varios segundos con su mano apoyada en el acrílico protector de la virgen.

Continué estoico.

viernes, 28 de mayo de 2010

Indique su destino

La madre de Marion estaba algo aliviada. La internación había quedado atrás, y la clínica de día era más llevadera. Marion había vuelto a viajar sola, ayudada por el hecho de que, simplemente, debía cubrir un trayecto de tres estaciones.

Marion, de infancia difícil, no sobrellevó bien su adolescencia y al final de ella hizo un crack. Pensaba de manera asfixiante que su destino estaba escrito con letras cargadas de muerte y que no había nada por hacer, salvo acelerarlo. El destino volvía a su mente una y otra vez. Siempre el destino.

Esa mañana se consumaba un hito más en la recuperación. Su madre la vería salir del edificio y doblar la esquina rumbo a la estación, pero ya no iría caminando al lado de ella, ni aguardaría a que tome el tren (algo que avergüenza sobremanera a Marion).

Ese día, no se supo bien por qué, el servicio se había interrumpido. Marion decidió no achicarse e ir sola, pero en colectivo. ¿Desde cuando un loco no puede tomar un bondi?, dijo para sí y esbozó una sonrisa medicada.

El gentío dificultó el ascenso, pero igual lo logró. Hacía mucho que no tomaba un colectivo. Recién un par de paradas después de haber subido se enfrentó a la máquina expendedora de boletos que, con cinismo, desde un LED verde, le dijo “INDIQUE SU DESTINO”. Algo volvió a hacer crack en Marion.

viernes, 14 de mayo de 2010

Llevar a nadie*

El frío filtraba por debajo de la frazada. Su cuerpo dormido rotó y su brazo derecho abrazó el colchón o, si se quiere, el vacío que había dejado Martita.

Cuando se fue, lo vivió con alivio, con esperanza -bajó unos kilos y todo-, pero hoy ese alivio se desdibujó y la soledad pesa demasiado.

En el sueño caminaba una ciudad sin gente, las calles eran suyas, y también las propiedades desiertas, pero eso no lo contentaba. Al contrario, su angustia crecía y se despertó transpirado pese al frío.

Faltaba bastante para ir a trabajar, pero igual abandonó la cama y empezó su día. Tomó un café solo, solo.

Ya en su trabajo está repitiendo la cómoda rutina, de Córdoba a Independencia, parando en Corrientes y Belgrano, y volver. Y así otra vez.

El tren tiene más denuncias que estaciones y corre sobre vías inconclusas, prometidas con descaro por sonrientes políticos de todos los colores. Alguna vez, cada tanto, sube algún turista, pero en general viaja solo. No conduce a nadie, es un tranvía sin pasajeros.

Hoy todavía no subió nadie, su cara muestra una mueca hija de la sensación de trabajar inútilmente y del nulo contacto con personas.
* Gracias Ale S., que al cruzar por Puerto Madero, me llamó para contarme sobre la cara del chofer de un tranvía sin pasajeros.

viernes, 7 de mayo de 2010

Sim23

Sim23 tuvo mala fortuna. Entre otras cosas, le fue sustraído su teletransportador personal. Pese al suceso, sigue pensando que no sería una buena política la pena de desintegración, ni la expulsión del Asteroide Central de aquellos alienígenas sin chip oficial.

Decidió bloquear, en su receptor cerebral central, los envíos que arengaban sobre el asunto (llegaban todo el tiempo).

De todos modos, al no poder autoteletranportarse, maldijo con ganas a quienes lo habían atracado. Luego, subió a la cinta de luz que lo dejó en la estación de trenes más cercana.

Mientras flotaba en la cinta pensó en esa información que había adquirido sobre la comida. Qué extraño habrá sido cuándo era necesario masticar, tragar, llenar las vísceras de materia y procesarla. La historia, a veces, se parece a la ciencia ficción, se dijo.

Ya en el tren recordó (notó) que ese cubo gigante en el que se encontraba era uno de los sitios a los que aún no había llegado el proceso integral de desodorización (frenado por denuncias de corrupción contra el ente administrador del asteroide).

Ese cubo gigante, en el que había cientos de alienígenas y algunos humanos, fue descompuesto en partículas que volvieron a juntarse en la estación 2 del asteroide central, allí nomás de su casa.

Es sabido que el proceso no genera consecuencias nocivas, pero puede hacer olvidar los pensamientos e ideas que se gestaban en el momento de la teletransportación. Por ello, Sim23 se integró en destino sin recordar que antes de ser conducido se estaba preguntando porque al teletransportador comunitario se lo llamaba tren.

martes, 27 de abril de 2010

Orson Wells y el telo de Colegiales

Roberto vive en Saavedra junto a su novia Candela. Ella es ocho años menor que él y, por cierto, muy linda. Roberto es diseñador y trabaja desde su casa, en tanto su novia, que ya está instalada oficialmente, trabaja en una empresa de seguros en el centro. Roberto, quien tiene repetidos ataques de celos, la acompaña todos los días hasta la estación de tren y la despide con un beso tierno. Sabe que con esa caminata conjunta evita la mirada libidinosa del diarero.

Después, vuelve al estudio montado en la parte alta de su casa para comenzar a trabajar. Tiene tres compañeros inseparables, su perro Orson, el mate amargo y la radio.

Cuando digo radio, no digo una emisora que arroje una música de fondo, ligeramente cruzada por la voz engolada de un locutor atemporal limitado a dar datos del tiempo y el tránsito. Cuando digo radio, digo hombres y mujeres hablando de política, de fútbol, de actualidad, llamados de oyentes que parecen imitar a Capusotto cuando los imita a ellos, etc.

De hecho, su admiración por Orson Wells —a esta altura, obvia inspiración para el nombre de su perro—, se debe mucho más a la remanida anécdota que su tío le contaba sobre la primera emisión radial de “La guerra de los mundos” —que no fue anunciada como ficción sino como un informe urgente, y que provocó pánico en la New York de los años ’30— que a su consabida actividad de cineasta.

Una mañana como cualquiera, al volver a su casa, encendió la radio, puso el agua para los mates y, tras acariciar a Orson, empezó a trazar líneas en el monitor, con la esperanza de que converjan en un anuncio capaz de satisfacer al cliente que se lo encomendaba (Sr. Cornicelli). Era un anuncio de perchas, e iba en las perchas mismas: justo abajo del gancho. El cliente le había pedido que tuviera la bandera argentina —la mayoría de las perchas son chinas y con eso quería apelar al sentimiento nacional— y que se lea bien claro la marca (que no era, sino, el apellido del fabricante).

De todos modos, eso es anecdótico. La cosa es que cuando ya tenía una bandera flameante, y bien sintonizada una FM que emite desde la calle Freire, se sumó un columnista que, con voz pícara, anunció que antes de llegar vio como una chica jóven, morocha y muy linda, bajó en la estación Colegiales del tren que iba a Retiro y tras saludarse de modo apurado y discreto con alguien que la esperaba en la vereda de Cramer, se metió en el hotel alojamiento que custodia esa estación.

Roberto río cuando el locutor le dijo -¿te das cuenta que acabás de intranquilizar a cincuenta mil tipos cuyas mujeres viajan en el Mitre? Y comenzó a calcular si la cifra era razonable: ¿cuántos tipos como él, tendrían una mujer linda y joven embarcada en un tren que pase por Colegiales por esas horas?

En ese instante le corrió un escalofrío. Algo se movió en su panza. La bandera que estaba haciendo le pareció horrible. Pensó en llamarla. Inmediatamente se dijo que no podía ser tan estúpido. Treinta segundos después la secretaria le decía que Candela aún no había llegado. Probó al celular y lo escuchó sonar en el dormitorio (Candela suele olvidarlo)… Aunque por motivos distintos, sintió en carne propia el pánico que muchos noyorquinos sintieron durante la primera emisión de la guerra de los mundos.

miércoles, 21 de abril de 2010

Que la lleve hasta el puente

Le gustaba pedirme que la lleve hasta el puente,
ver los trenes pasar, esperar el siguiente.
Le gustaba asomarse con el torso al vacío,
coquetear con la muerte bien presente en el frío.

Le gustaba que el viento le revuelva su pelo,
al mirar hacia abajo, desde el puente de hierro
le gustaba que toque, con mi mano, su espalda,
que una ráfaga fuerte le levante la falda.

Me gustaba llevarla, y su risa alocada,
y mas tarde fingirla confundida en almohada.
Me gustaba tenerla por un rato en el puente,
y a la noche tirana, socavando mi mente.

Hoy ya no quiere trenes, ya no sube a los puentes,
no conozco sus gustos, pero sigue en mi mente.
Hoy soy yo el que se asoma con el torso al vacío,
el que tienta a la muerte bien presente en el frío.

martes, 13 de abril de 2010

Dios no existe

De chica, su padre había sido claro. “Dios no existe”, le dijo. “Cuando te morís, no vas a ningún lado, dejas de ser, así de simple”.

Esas palabras, además de inapelables, fueron efectivas para su padre (es decir, frustraron nuevas preguntas y, a la larga, todo diálogo). Para ella fueron inapelables también, pero insatisfactorias… quería algo más. No todos los días muere una madre.

En esta mañana fría, gris, de llovizna deshumanizante, esas mismas palabras resonaban en su cabeza, como le ocurre cada tanto. Ya no busca respuestas, aunque sí conserva la ilusión de encontrar un cuerpo que la abrace.

Del eco de esas palabras la sacó el barullo que había en la barrera. El tren se aproximaba y, en las vías, estaba un perro callejero que se disponía a torearlo, corriéndole al lado y ladrando, como habría hecho tantas veces con autos, caballos, quien sabe otros trenes.

Esta vez, quizá por la pátina de agua, el perro no salió indemne y quedó debajo del tren. Entre los sonidos del otro lado de la vía llegó una risa leve; ella miró asombrada y le pareció que se trataba de su padre, mucho más viejo claro, pero su padre.

Al fin cruzó las vías esquivando los desechos del animal y a quienes venían desde enfrente.

viernes, 26 de marzo de 2010

A las chombaaaaaas, baratas las chombaaaaaas

Un golpe de vista, un destello de color que la detiene, una imagen curiosa que la retiene y genera una pregunta: ¿Desde cuándo la vestimenta es, a la vez, cartelería?

Especulo que el fenómeno no debe tener más de medio siglo. Esto lo especulo ahora, no en el momento que levanté la vista y me llamó la atención el diálogo, que en silencio, se establecía entre chomba y chomba.

Ambos cuerpos se sacudían levemente, consecuencia del traqueteo del tren. Esa leve oscilación de ellos y sus prendas, daba el aspecto de un verdadero diálogo.

Él decía “El hombre y la máquina”, dos flechas encerraban su discurso, la que partía de la palabra hombre se dirigía hacia su rostro, la otra, desde la palabra máquina apuntaba hacia su bajovientre (término del relator de la dictadura).

Ella, desde su remera blanca, con letras negras que cobraban relieve sobre una evidente inversión quirúrgica, contestaba “Ni lo pienses, no podrías mantenerme”.

Para mi cumple, remeras lisas por favor.

jueves, 18 de marzo de 2010

BOCA – river

En materia de abonos de trenes urbanos de Buenos Aires, al menos para algunos ramales, el día 10 hay renovación. Por ejemplo, el “abono de octubre” habilita a viajar entre el 10 de ese mes y el 9 del mes siguiente.

A mi modo de ver, se debería llamar abono octubre-noviembre. Vean que es un tercio del mes siguiente al que le da nombre al abono el que queda abarcado por el pase (y un tercio no es poca cosa). Quizá si valiese sólo hasta el día 5 me parecería más razonable no incluir el nombre del segundo mes involucrado.

Seguramente, fue pensado en una época laboral que quedó atrás, donde había muchos trabajadores que cobraban con cierta puntualidad en los primeros días del mes. Por eso, el décimo día como punto de inflexión, entre un abono y otro, daba margen suficiente.

Todavía hoy el pedazo de papel en el que se materializa el abono que se puede comprar en las estaciones barriales, parece un diseño de esa época. Yo conservo muchos de esos papeluchos que ya no tienen utilidad, salvo, por ejemplo, para diseñar un collage de tinte escolar en el que esos abonos se unan cual vagones.

Pero ahora me tocó un vagón que no encaja -y ni loco lo uso de locomotora-. Es que este último día 10 vine al centro en subte, entonces, compré el abono al volver, en la estación cabecera.

Faltó que el fulano de la ventanilla lo saque de un talonario, le ponga sello y lo firme. Este abono salió de una maquinita que lo imprimió, y además ¡tiene publicidad!

Sí, publicidad del museo de river (“más de 70 videos, pantallas 360º y efectos 3D, abierto todos los días de 10 a 19hs. Av. Figueroa Alcorta 7597”). Lo peor: fondo blanco y una banda roja que lo cruza en diagonal.

Esbocé, sin éxito, una queja: -yo no voy a llevar en mi billetera eso, señor, ¡Deme otro! Sepa que soy bostero y mi blog, como corresponde, es de Ferro Carril Oeste.

La cosa es que se iba mi tren, la gente que esperaba atrás de mi para sacar su boleto no parecía dispuesta a solidarizarse conmigo, un rati comenzó su caminata hacia la ventanilla en que yo estaba, de última es hasta el nueve de abril, nomás…

Lo único que espero es que no sea un presagio para el partido del domingo.

jueves, 11 de marzo de 2010

La muerte que se viene

De pronto un tren se detiene y nunca más arranca (como los ramales que pararon, y entonces cerraron, por mandato, con fuerza de ley causal, impuesto desde el mal absoluto).

Y ya nada será como era. Donde había vías, seguirán las vías, pero inútiles. Y un día, que nada tendrá de especial, ya no se las podrá ver, sumergidas en pastos parasitarios.

Nada sacudirá a los bichos que eligen, por razones cacofónicas, durmientes para dormir. No habrá programa posible en los pueblos de una sola plaza. No habrá encomiendas, ni utilidad para la cruz de san Andrés. La falta de barreras no será motivo de quejas y las siestas de las estaciones no será interrumpida nunca.

De pronto un tren se detiene, para siempre. Es un momento crítico, que pone las cosas en su lugar. Fin de la expansión, del movimiento; regreso a la quietud, al estancamiento, a la nada.

Lo único que nos queda, es haber aprovechado el movimiento para recordarlo al enfrentar la muerte que se viene.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Dolor

Sube al tren. Va sola, más que nunca. Se acurruca en el hueco rígido que forma el asiento al hacerse pared de vagón, se dobla sobre sí misma, se hunde. Apoya su mejilla en el vidrio algo sucio y bastante frío de la ventanilla, para perder su mirada en el afuera —ahora estación, en un rato campo, luego quién sabe—.

El afuera es futuro y es incierto. El adentro es dolor, vacío, pérdida.

La gente sube, camina apurada, carga valijas de colores neutros, alguien se sienta cerca, ella ve todo lejano, como en una película sin volumen que se deja correr cuando se hace otra cosa.

Sobre las imágenes de la estación, su mente imprime manchas rojas, del rojo de la sangre perdida.

El dolor se hace insoportable, no se ve el final del duelo, ¿puede quererse tanto a materia mensurable en milímetros, a conciencias no constituidas, a la potencialidad pura?

Sí, se puede.

Ella llora y el tren, inconmovible, parte.

jueves, 11 de febrero de 2010

Viajar desnuda



Ella ya me resulta familiar. Su estrabismo leve y la mueca constante en su boca confluyen en una imagen nítida que, aunque intermitente, me sigue cada vez que me bajo de un tren que la transporta.

Es indudable que su jornada laboral se inicia a las 10 de la mañana en alguna oficina céntrica. Es que toma, sistemáticamente, el tren que pasa a las 9:20 por mi estación. Siempre prolija, viaja con margen suficiente para sortear cualquier imprevisto que pudiera presentarse. Se advierte, le gusta tener todo controlado.

Lo que digo, lo se por observarla, y por un inductivismo básico: siempre que tomé el tren de las 9:20 la encontré, sin excepción. Como mi rutina es más flexible, o sea, menos rutina, sólo coincidimos esporádicamente. Eso sí, siempre en el primer vagón, en eso somos estrictos ambos.

Ella jamás me vio. Es que sus dos ojos, uno como queriendo correrse hacia el centro de la órbita, se posan, indefectiblemente, en alguna novela de reputación conocida. Esas que, por prensa de las editoriales, marketing de sus autores y corre ve y diles varios logran instalarse como profundas y ser referenciadas hasta por quienes jamás las han leído.

Sus libros están forrados como esos cuadernos de la primaria, con una especie de celofán transparente, pero que no es celofán. A veces hizo que yo me avergonzara de los dobleces y la manchas que los míos exhiben impúdicos a los pasajeros.

La cosa es que jamás me vio. Nunca una exaltación en su lectura le hizo levantar la vista. Nunca una seña de hartazgo literario y consecuente necesidad de recreo visual.

Y hoy... perdí el tren:
Subí al primer vagón del tren de las 9.20, que en verdad pasó 9.23, y ella, claro, estaba ahí. Por un descuido que aún no debe perdonarse, había olvidado su libro. Estaba nerviosa, con el celo de quien no quiere mostrarse, con el temor de que otro pueda acceder a sus rasgos, a sus señas, a su intimidad, todo tan expuesto, sin un libro protector. Viajaba desnuda, no había ropa que pudiera cubrirla, y eso me gustaba.

Comencé a esperar que su vista, ahora liberada, se posara en la mía. El medio metro de distancia era la medida justa para que al mirarme casualmente yo dijera: -¿y el libro? (frase que, a esa hora, para un ser al que las mañanas le cuestan mucho, era un alarde de creatividad).

En eso veo que, con gesto de asombro, me mira y esboza una sonrisa. Sí, no hay dudas, es a mi. Entonces comienzo: -“¿ y el l…” y en esa conjunción de eles, un grandulón de traje azul parado a mi lado —evidente compañero de oficina de la susodicha— la saluda y comienza una charla intrascendente…
Sólo logré las miradas de los restantes compañeros de vagón.

martes, 2 de febrero de 2010

Buenas razones para no tomar trenes

Se detiene frente a mí y me pregunta ¿qué combinaciones tiene que hacer con el subte para llegar a Villa Urquiza?
Mi cerebro intenta arrancar, pero funciona muy lento, la placa colorada de la tevé del bar de retiro grita que la sensación térmica trepó hasta los 39ºC.
Finalmente unas neuronas hacen sinapsis y le explico que es más directo y fresco ir en tren. Prefiero callar, en cambio, que a sus ochenta y algo, hacer el trayecto bajo tierra puede implicar no volver a subir nunca.
Se pone enérgico aunque sin perder amabilidad, y me dice que no irá en tren, que quiere saber cómo hacer la combinación para ir en subte.
Entonces veo por una rendija del azul de uno de sus ojos a dos hermanos y una madre arrancadas de su lado y llevadas a un tren que parte del campo de concentración con destino no comunicado.
Le explico cómo tomar el C y luego el B, en la certeza de que el más letal de los golpes de calor es una caricia frente al golpe de la memoria.

martes, 12 de enero de 2010

Boulevard Atlantic, las desventuras de esperar un tren que nunca llegó

Hacia fines del siglo anterior al pasado, se inauguró el servicio de ferrocarriles a Mar del Plata. Eso fue en 1886.

Esa llegada era, por entonces, un anuncio de la expansión. Un mojón en una traza que pretendía seguir creciendo hacia el sur de la Ciudad, hacia Miramar, y más también.

En 1890 se terminó de construir, en Mar del Sud, el Boulevard Atlantic Hotel. Por capricho, hoy —120 años después— está en el mismo sitio que ocupaba entonces.

Un hotel de lujo, en el medio de un desierto de pampa marina. Cincuenta kilómetros al sur de la ya pujante Mar del Plata. Una apuesta —perdida— de sus constructores, que esperaban que con la llegada del tren el hotel duplicara —quien sabe triplicara— su valor.

Los señores enriquecidos (ya por entonces, a expensas del estado) irían en su camarote privado, montado sobre rieles flamantes, a tomar baños de sol y remojarse en el frío mar que acuna al hotel. Se calzarían un traje de estricto blanco para jugar al tenis, y se excitarían en el cine viendo rodillas descubiertas.

Estuvo casi todo. El hotel majestuoso rodeado de nada (“Una manzana entera pero en mitá del campo”, como ha dicho Jorge Luis de otra fundación), las pistas de tenis y sus redes, el cine y las rodillas descubiertas.

Pero faltó que llegara el tren. Se dijo que en la Ciudad de La Plata se frustró, adrede, el crédito que financiaría la extensión. Que competidores hoteleros incidieron en esa decisión. Que bla, bla, bla.

Lo cierto es que el tren nunca llegó. Que a los señores enriquecidos les pareció de poco rico completar el trayecto en coche, con caballos enlodados, cargando baúles con trajes que perderían su blancura. Y, entonces, el hotel quedó en mito.

Cuando el hotel era más mito que hotel, me alojé en él. Escuché que supo ser refugio de gauchos judíos, escuché los fantasmas que lo recorren, escuché que alguna vez el hotel fue dado en pago de una moderada deuda de juego contraída en el casino de la ciudad vecina que retuvo el tren para sí.

Pero estoy impedido de contar esas otras historias aquí: son de hoteles, y no de trenes.

lunes, 4 de enero de 2010

Amanecer

El tren corría hacia el oeste. A toda potencia.

Si era huida era inútil. El sol, sin moverse, lo alcanzaría de todos modos.

Y don Ramón Saldivia, que siempre perdió en los repartos, quedó sentado de espaldas a la locomotra diesel, con la vista a contramano y el pensamiento perdido.

Pero en este relato, don Ramón Saldivia tendrá su revancha. Verá la noche hacerse día, la luz asomar por el horizonte.

Verá mutar el color de la tierra, de los pajonales, de los arbustos. Podrá oler el instante en el que las flores rústicas se abren al día, entre el polvo del campo seco. El fondo negro se hará claro y un pajaro que ya volaba, lo hará ahora para Ramón.

Don Ramón Saldivia está solo en la vida y viaja a su tierra natal, donde, sabe, se sentirá más solo aún. No le importa eso ahora. Ya disfruta del amanecer.