martes, 4 de agosto de 2009

El “casi” lo arruina todo*


El tren de cinco vagones, entra al andén nro. 4 de la Estación Retiro del Mitre.

Algunos guardan sus libros o diarios que antes, entre hombros desconocidos, fueron abiertos con dificultad. Los hombros pertenecen a personas que, sin lectura a mano, relojearon el texto ajeno.

Alguien habrá leído algunos pocos párrafos del Nietzsche de un estudiante secundario, fotocopiado en baja calidad, a 15 centavos la carilla. Esas pocas líneas bastarán para causarle pesadillas esta noche.

En la entrada al andén, muchos apagan sus teléfonos móviles y otros aprestan su pasaje que, en el tumulto de los molinetes, casi con seguridad, no le será reclamado.

Todos aspiramos, por última vez en la mañana, el aire caliente del vagón, transportado desde varios kilómetros y saturado de dióxido de carbono residual.

Entonces veo, desde adentro del fenómeno, el éxodo del tren. Nos tocamos, nos empujamos levemente, una señora se enoja y bufa.

Ahora se respira un aire más frío, de lunes a cielo abierto.

Todos emprenden, como si nada hubiera pasado, un camino tan conocido como indoloro.

A mi me cuesta más, me duele. El aire tibio no me anestesió y el frío no me dio energías nuevas.
La atmósfera densa del inicio de la semana se ensaña conmigo y me aplasta un poco, me aturde, me invita a volver al vagón.

Los gemelos se me acalambran ligeramente, la vista se me nubla —exigiendo un pequeño esfuerzo para enfocar la nueva realidad—, y entre los ojos aparece una puntada muy suave. Todo es ligero, tenue, casi imperceptible… pero el “casi” lo arruina todo.

Pienso en quedarme en la formación que me trajo, con su aire aun tibio. Es que, con igual dirección y sentido contrario, partirá en breve, digamos que en siete minutos. Quince minutos más y el trayecto estaría desandado y entonces surgiría la inquietud irrenunciable de ver para el otro lado, fugar hacia San Martín o San Andrés, ¿cómo sería esa mañana de santos desconocidos? Y más aún, ¿cómo sería el después?...
Cuando llego a este punto de la elucubración, reconozco la puerta de entrada de la oficina. La luz de tubo del hall borra el último vestigio del pensamiento que viene gestándose. El ascensor metálico se abre y se cierra en tantos pisos como pasajeros de distintas firmas hay en su interior, y mi ventana me muestra, con nitidez, impidiéndome perder el agobio, una Buenos Aires que conjuga con marcado contraste un rulero de hormigón y miles de casitas de ladrillo colorado apiladas a la vera de la estación que acabo de abandonar.
*(la frase del título es robada a Victoria)

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