viernes, 13 de agosto de 2010

Un Taunus Ghía

Palmer (desconozco el origen de su apodo) es un poco nerd. Actualmente destina buena parte de su tiempo a leer revistas de autos, esas que cuentan las innovaciones que se aplican a los de alta gama, muestran fotos de las versiones que se lanzan en Europa y prueban (en rigor, transcriben la prueba que otro hizo) autos con motores de más de 300 caballos.

Quizá sea así, porque de chico era parecido. Cuando veía un auto moderno estacionado, se le acercaba, y relojeaba el interior. Miraba el tablero, el tapizado y hasta las alfombras.

Sus recuerdos más felices son de 1983. En ese año, a la algarabía popular por la vuelta de la democracia —basada en promesas irresponsables que le atribuían facultades casi milagreras—, se sumaba que el equipo de su club, categoría ’72 (que él integraba) había clasificado para las finales.

Era necesario, entonces, ir a lugares más o menos lejanos, en el auto de algún padre futbolero (el papá de Palmer nunca fue a verlo; siquiera cuando jugaba en su club, a dos cuadras de la casa).

Palmer se lanzaba, siempre, al auto del papá de Tito (Ernesto padre), de quien, sin embargo, no era muy amigo. Es que era un Taunus Ghía modelo 82, que conservaba olor a nuevo, y lo hacía sentir como en un avión.

Ni que hablar del día que se jugó la semi. Todo gris, encapotado, oscuro. Parecía de noche. Ernesto padre encendió las luces y el tablero se alumbró orgásmicamente de un verde botella.

Palmer, entró en el segundo tiempo. Perdían 2-0. Ya en la cancha corría jugando a que manejaba el Taunus. El piso estaba mojado, y en un corner conectó un rebote y puso el 2-1.

Ya casi no quedaba tiempo y el partido terminó así. Hubo algunas puteadas entre los pibes, pero Palmer se dio por bien pagado: el tablero iluminado, el gol, algún reconocimiento tibió por su derechazo, para él estaba bien.

Lástima que el padre de Tito dijo que no volverían al barrio, que iban a lo de la abuela. Así que Palmer tuvo que volver en la caja de la citroneta del padrastro de Ramírez (que no tenía apodo). La lluvia se largó con todo y una gotera se encarnizó con él.

Al año siguiente Tito se mudó y el Taunus se fue del barrio.

Hoy, en Nazca y la vía, Palmer vio venir un Taunus, medio desvencijado, con las ruedas formando un dudoso ángulo con el piso. Le pareció que era el de Tito —“lo sentí”, dijo después al relatar el suceso—.

El Taunus encaró la vía decidido —como a unos 70km/h (calcula Palmer, con base en nada)—, y el paso a nivel le cobró una rueda. Los vecinos llaman al pozo en cuestión "el hocico", por su similitud con ese distrito anatómico animal.

Palmer corrió hacia hasta allí, e intentó ayudar al actual dueño del auto —que se resistía a dar datos de cuándo y dónde lo compró— a correrlo del lugar. Pero la ayuda fue inútil, hizo falta una grúa.

El tren estuvo interrumpido una hora quince, en la que Palmer se dedicó a mirar el auto y tocarlo un poco. El de Tito tenía una virgencita de plástico pegada sobre la guantera. Este no. Pero Palmer reconoció en la veta de la madera de la guantera una cicatriz "con forma de virgencita". Evidente que ahí estuvo pegada, dijo Palmer con toda certeza.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Que tenga cura


Ella no era baja, pero él era muy alto. Así, la cabeza de ella reposaba en el sector bajo del pecho de él, que se encorvaba torpemente.

Las líneas que dibujaban esos cuerpos no eran estéticas. Como no lo era el espasmódico sollozar de ella, ni el fingido gesto de dolor con el que él la contenía, propio de actor de telenovela de producción barata.

En él había además, cierto aprovechamiento. La acariciaba de un modo que, seguramente, ella no permitiría en una situación distinta, ajena a esa soledad que trae el dolor.

Ella estaba múltiplemente abrigada (tapado, gorros, guantes, bufanda). Pero el frío no la soltaba, parecía provenir de su interior.

De la mano de ella colgaba una bolsa de buen polímero. Las manijas eran firmes y tenía dos logos. Uno de una empresa de películas fílmicas. El otro de un centro de diagnóstico por imágenes.