martes, 21 de diciembre de 2010

onírico

P. llegó siguiendo a una chica argentina, cuando todo parecía una broma controlable. Hoy ya lleva nueve años entre gente algo incomprensible (igual que su mujer) y a los que les enseña su idioma.

Ir a dar clases a esa empresa de la zona sur le gusta, encuentra algo atractivo en ese viaje en tren que, incluso, atempera su rechazo al acento incorregible de la mayoría de sus alumnos. Pero hoy la cosa viene ardua y se regala un descanso. Antes de tomar el tren se sienta en un banco roñoso de Constitución, abre la botellita de agua helada y toma de ella con desesperación.
El calor apenas si se desensaña con él. Duelen los pies, duele la cabeza. El cuerpo le pide dormitar unos segundos, y él le da el gusto en exceso.

Como siempre que empieza a soñar, el switch se activa y la lengua materna hace el trabajo del inconciente. Pasan 2 o 3 minutos (que en su percepción inicial parecerán 40). Antes de desesperarse por la posible pérdida de una puntualidad intachable, antes de cobrar conciencia plena y ver el reloj tranquilizador, escucha los ruidos de la estación, el silbato de un guarda, el rechinar de los hierros hechos ruedas sobre los hierros hechos vías y no tiene duda, está en su pueblo, en su estación.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Instrucciones para una experiencia caliente


Para esta época del año, es posible encontrar, en Buenos Aires, un rincón sin ruidos, de calles desiertas, con viento tibio, donde pactar con el diablo.

Hay que beber —aunque no arruinarse— la noche del 24, y el 25, despertar antes de que el mediodía comience a ser olvido (justo cuando el sol parte la tierra y las cabezas de los que asoman). Entonces hay que desafiar al sol y ganar la calle. Ir a una estación de tren y esperarlo mucho (porque el 25, hay trenes, pero tardan mucho). Bajarse en alguna parada ya alejada de las cabeceras, donde unas cuadras bastarán para perder el asfalto bajo la suela. Entonces el viento tibio se volverá polvo y secará aún más la boca sedienta de la cabeza partida y en llamas. Quizá se vea el espectro de algún chico a lo lejos, desafiando la siesta y el desierto, y se podrá, a lo sumo, intuir algún vecino espiándonos, como sospechosos que somos, pero no habrá nada más. Ahí podremos ir siglo y tanto para atrás, y sentirnos don Juan Manuel, derrotado, yendo al exilio, cuando con letra de Andrés Rivera, dijo:

“Hacía calor en la ciudad … las ventanas y las puertas de la ciudad estaban cerradas, como si un viento de peste silbara por las calles de la ciudad, y había un silencio como no conocí otro en esas calles de Buenos Aires, vacías e invadidas por el sol del verano. Era mucho calor, y bochornoso y sé que me miraban, que miraban … miraban el espectro lívido de la derrota en los campos de Caseros … y miro las casas cerradas de Buenos Aires, el viento de la peste que silba en las calles de Buenos Aires, y el sol que cae, como plomo derretido, sobre los techos de las casas de Buenos Aires” (El farmer).

viernes, 3 de diciembre de 2010

choice

Luli es fresca, en el mejor sentido. Su piel suave, sus veinte años, su irreverencia, y otros atributos, le dan un toque seductor que no cesa de usufructuar.

Venía de la facultad, de discutir con un auxiliar docente. Ella decía que no había barreras culturales para que los universitarios interactúen con los obreros, pero lo que más le importaba era contradecir al ayudante, porque le gustaba.

Subió en el último vagón —de asientos ocupados— y caminó por el pasillo. Ya en el tercer vagón vio algunos claros, relojeó con la mirada y se sentó al lado de un lindo pibe, algo mayor que ella, que intuía trabajador de salario bajo.

El estaba prolijo, recién bañado, desbordando desodorante, bien plantado sobre zapatillas llamativas, que hacían juego con la pose canchera.

Antes de instalarse Luli escuchó el reggaeton que brotaba fuerte de los auriculares que llevaba en las orejas, que —como ocurre tan seguido— se convertían en parlantes para todos.

Luli, frente a sus amigos de la facultad que critican esa música (negándole tal carácter), dice que le gusta el reggaeton; pero cuando se junta con su amiga del secundario, a quien sí le gusta, suele denostarlo. Ahora no sabía en qué lugar ponerse.

El la miró, y con gesto natural, quitó un auricular de su oreja y se lo ofreció. Ella, con gesto natural se lo colocó en su oído. El tren arrancó. El sacó una bolsita de nylon, transparente y chiquita, llena de caramelos masticables de muchos colores, extendió su brazo y Luli aceptó el segundo convite consecutivo. El tren siguió su marcha, hubo mucha rima pegajosa en forma de canción, ningún diálogo y algunos ligeros roces de piernas.

Luli toma el tren por cuatro estaciones solamente, él tiene un viaje más largo. Al entrar en el andén de la estación de Luli, ella se quitó el auricular de su oído, se paró, y se lo ofreció. El retrucó, también se quitó el auricular, tomó el mp3 y se lo ofreció. Habló por primera vez. Dijo: —para que escuches buena música hasta mañana. Mismo tren, mismo vagón, me lo devolvés.

Luli, dudó, titubeó, y cuando sonó el silbato, con el mp3 en la mano, corrió hasta la puerta y logró a bajar. Llegó a casa con el reproductor de música de un desconocido, lleno de reggaeton.

Esa noche soñó con el ayudante. Estaba encargado de tomar parcial en la facultad y entregaba un choice de una única pregunta: ¿qué hacer? a) quedarse con el mp3 y jamás tomar ese tren de nuevo; b) volver al tren, entregar el mp3 y huir; c) volver para no huir y que restituir o no el aparato sea lo de menos, d) ninguna de las anteriores es correcta.