Hacia fines del siglo anterior al pasado, se inauguró el servicio de ferrocarriles a Mar del Plata. Eso fue en 1886.
Esa llegada era, por entonces, un anuncio de la expansión. Un mojón en una traza que pretendía seguir creciendo hacia el sur de la Ciudad, hacia Miramar, y más también.
En 1890 se terminó de construir, en Mar del Sud, el Boulevard Atlantic Hotel. Por capricho, hoy —120 años después— está en el mismo sitio que ocupaba entonces.
Un hotel de lujo, en el medio de un desierto de pampa marina. Cincuenta kilómetros al sur de la ya pujante Mar del Plata. Una apuesta —perdida— de sus constructores, que esperaban que con la llegada del tren el hotel duplicara —quien sabe triplicara— su valor.
Los señores enriquecidos (ya por entonces, a expensas del estado) irían en su camarote privado, montado sobre rieles flamantes, a tomar baños de sol y remojarse en el frío mar que acuna al hotel. Se calzarían un traje de estricto blanco para jugar al tenis, y se excitarían en el cine viendo rodillas descubiertas.
Estuvo casi todo. El hotel majestuoso rodeado de nada (“Una manzana entera pero en mitá del campo”, como ha dicho Jorge Luis de otra fundación), las pistas de tenis y sus redes, el cine y las rodillas descubiertas.
Pero faltó que llegara el tren. Se dijo que en la Ciudad de La Plata se frustró, adrede, el crédito que financiaría la extensión. Que competidores hoteleros incidieron en esa decisión. Que bla, bla, bla.
Lo cierto es que el tren nunca llegó. Que a los señores enriquecidos les pareció de poco rico completar el trayecto en coche, con caballos enlodados, cargando baúles con trajes que perderían su blancura. Y, entonces, el hotel quedó en mito.
Cuando el hotel era más mito que hotel, me alojé en él. Escuché que supo ser refugio de gauchos judíos, escuché los fantasmas que lo recorren, escuché que alguna vez el hotel fue dado en pago de una moderada deuda de juego contraída en el casino de la ciudad vecina que retuvo el tren para sí.
Pero estoy impedido de contar esas otras historias aquí: son de hoteles, y no de trenes.
Esa llegada era, por entonces, un anuncio de la expansión. Un mojón en una traza que pretendía seguir creciendo hacia el sur de la Ciudad, hacia Miramar, y más también.
En 1890 se terminó de construir, en Mar del Sud, el Boulevard Atlantic Hotel. Por capricho, hoy —120 años después— está en el mismo sitio que ocupaba entonces.
Un hotel de lujo, en el medio de un desierto de pampa marina. Cincuenta kilómetros al sur de la ya pujante Mar del Plata. Una apuesta —perdida— de sus constructores, que esperaban que con la llegada del tren el hotel duplicara —quien sabe triplicara— su valor.
Los señores enriquecidos (ya por entonces, a expensas del estado) irían en su camarote privado, montado sobre rieles flamantes, a tomar baños de sol y remojarse en el frío mar que acuna al hotel. Se calzarían un traje de estricto blanco para jugar al tenis, y se excitarían en el cine viendo rodillas descubiertas.
Estuvo casi todo. El hotel majestuoso rodeado de nada (“Una manzana entera pero en mitá del campo”, como ha dicho Jorge Luis de otra fundación), las pistas de tenis y sus redes, el cine y las rodillas descubiertas.
Pero faltó que llegara el tren. Se dijo que en la Ciudad de La Plata se frustró, adrede, el crédito que financiaría la extensión. Que competidores hoteleros incidieron en esa decisión. Que bla, bla, bla.
Lo cierto es que el tren nunca llegó. Que a los señores enriquecidos les pareció de poco rico completar el trayecto en coche, con caballos enlodados, cargando baúles con trajes que perderían su blancura. Y, entonces, el hotel quedó en mito.
Cuando el hotel era más mito que hotel, me alojé en él. Escuché que supo ser refugio de gauchos judíos, escuché los fantasmas que lo recorren, escuché que alguna vez el hotel fue dado en pago de una moderada deuda de juego contraída en el casino de la ciudad vecina que retuvo el tren para sí.
Pero estoy impedido de contar esas otras historias aquí: son de hoteles, y no de trenes.