martes, 14 de agosto de 2012

La misma vía

En mi infancia los lujos eran pocos, pero qué lujos!

Las vacaciones, por ejemplo, transcurrían en el campo; esto es, en un pueblo perdido en el medio de Entre Ríos (al que, entonces, sí llegaba el tren de pasajeros). El viaje era toda una odisea. En Lacroze mismo, cuando el tren empezaba a rodar, mi abuela abría su paquete de sándwiches de albóndigas que inundaba de olor a ajo el coche turista. Yo comía dos o tres, con mucha mayonesa, y siempre convidábamos a los ocasionales vecinos de asiento.

Cruzar el puente de Zárate - Brazo Largo implicaba escuchar la historia de siempre: antes los vagones eran subidos a una especie de balsas, el viaje tomaba todo un día, las mujeres solían descomponerse. Abajo, el Paraná de las Palmas lo escuchaba sin rezongar.

En Domínguez había que bajar. Como la estación era mucho menos larga que el tren, había que avisar al guarda, para que pida al maquinista que calcule la detención de modo tal que justo nuestro coche quede frente al andén, el resto del tren flotaba en la noche (siempre se llegaba de noche).

Ya en la casa del hermano de mi abuela, se armaban tertulias a lo grande: dulce de higo recién hecho, quesillo de los alemanes de Colonia Ana y discusiones filosóficas de fuste. Recuerdo que en una ocasión a una silla del patio le habían cambiado los almohadones y luego la estructura de hierro: ¿era o no la misma silla? Ni Heráclito ni Parménides se hicieron presentes y tuvimos que deliberar solos.

El otro día quería recobrar esa discusión filosófica y se la plantee a un amigo; pero como íbamos en tren, a la salida del trabajo, cambié el ejemplo por uno más a mano y le dije:

- ¿Podríamos decir que éstas vías por las que vamos son las mismas vías de siempre aunque se hayan sustituido primero los rieles y luego los durmientes y del material original ya no quede nada?

Rápidamente me di cuenta de que el ejemplo no era acertado, que esos centenarios hierros y durmientes jamás fueron cambiados… RUIDO ENSORDECEDOR, DESCARRILAMIENTO.

martes, 7 de agosto de 2012

Que no se corte


Por razones de seguridad personal no daré más datos sobre su ubicación. Saben, y con eso deberán conformarse, que está en las inmediaciones de una terminal de trenes. 

De hecho, suelo cortarme al salir de mi trabajo, cuando camino hacia esa terminal.

En la peluquería en cuestión, montada antaño y conservada como tal, el dueño atiende la caja y tres peluqueros de la vieja guardia hacen lo suyo en las giratorias con descanso de hierro.

Alguna vez, mientras esperaba, vi al dueño levantarse para ir al baño, o buscar una tasa de té. En esos casos, apartando parcialmente mi vista de las revistas de ocasión —con algunos pelos ajenos en su interior que, corriente de aire mediante, llegaron hasta ahí cuando eran barridos— pude ver como rigurosamente retiraba la llave de la caja, aún cuando se apartara unos pocos segundos.

El tipo, que no había perdido el acento de su tierra, vive al fondo de la peluquería. Mi calidad de cliente habitual me permitió saber que casi no sale, que no tiene familia en el país y que se dedica en exclusividad a su comercio que, por cierto, parece rendirle bastante. Claro está, nunca pude saber qué hace con aquel rendimiento.

Yo voy cada tanto, en general dejo pasar unos dos meses, a veces un poco más, entre corte y corte. De todos modos los muchachos ya me conocen, al punto de poder preguntar “¿cómo siempre?”, y empezar su tarea antes de escuchar el “sí” que indefectiblemente contesto.

Las últimas tres veces no estaba el dueño. La primera me llamó la atención y pregunté por ello, “se fue a su tierra a visitar a su familia”, fue la lacónica respuesta. Nada más, ningún detalle. En la segunda ocasión, dije “se ve que la está pasando bien, que no vuelve”, y apenas si escuché un “ajá”. En mi última visita a la peluquería, y mientras la navaja hacía su trabajo, comenté al pasar, lo lindo que debe ser la tierra natal del dueño, y el filo fue presionado algo más de lo aconsejable y unas gotas de mi sangre mancharon mi camisa.

Ya en el tren, de vuelta a casa, agradecí haber salido de la peluquería y decidi que era mejor olvidarme del asunto.