miércoles, 23 de febrero de 2011

otros sueños

Con los años dormir se fue haciendo mas difícil. El alcohol ayuda, claro, pero no evita que en mitad de la noche el cerebro se desboque y expulse imágenes indeseables. Una vía muerta, una estación desierta, un choque de trenes, un arma, un disparo. El sobresalto es seguido de un meo en baño de 4 mil dólares el metro cuadrado, que no hace olvidar el baño de piso de tierra de la infancia. Ayer no hubo vuelta a la cama. Sonó el timbre. Alguien le había soltado la mano.

viernes, 11 de febrero de 2011

Seguí hasta mi casa

Esteban le contó a Vero que María tenía algo que hacer ese día, que llegaría tarde, que a él le tocaba planchar. Vero dijo, con desparpajo, como quien dice algo que no ocurrirá, -seguí hasta mi casa, así me haces compañía, total son cuatro estaciones más, después te lo tomás para el otro lado y ya, vas a llegar antes que María y todo, con lo prolijito que sos, seguro que tenés todo planchado cuando ella llegue.

En la oficina, la prolijidad de Esteban se entiende bien con la obsesividad de Vero. El tren de regreso es el mejor espacio de expresión que encuentran las hormonas que se generan durante el día. Algún chiste, algún gesto (apoyar la mano en su espalda para que ella mueva ligeramente su cuerpo y permita pasar a alguien que no había advertido), algún elogio (aunque ese elogio sea decirle “prolijito”).

Esteban sonrio y ni amagó a bajarse en su casa. Durante las estaciones robadas a María se rozaron las manos, consecuencia de un pretendido accidente originado en la entrega de un paquete de caramelos. Al llegar, cruzaron juntos el puente que conduce al andén de enfrente. Vino el tren que dejó a Esteban en su casa. Antes de subir se besaron unos instantes, solo eso.
Esteban llegó a su casa antes que María y se puso a planchar.

Algo interfirió en su prolijidad y una camisa de ella resulto quemada.

lunes, 7 de febrero de 2011

Crónica del yogur

Al iniciar el blog me fijé un cometido, no incluir noticias de actualidad ferroviaria, es decir no hablar del descarrilamiento de turno, ni de los subsidios, ni de los tercerizados; los trenes debían ser un medio para transportar literatura (si me permiten esa exageración). Hasta aquí, podría decirse que ese principio básico, ese dogma, fue respetado. En términos generales, los relatos que se encuentran en el blog son siempre ficciones. Las hay absolutas, producto de la febril actividad de mi cerebro, y relativas, basadas en un hecho real que actúa como disparador. Pero son ficciones al fin. Hoy, en cambio, voy a hacer una crónica, un relato fiel del tortuoso inicio del tercer día del segundo mes del año que corre.

Antes de salir a trabajar (claro está, el mero hecho de tener que ir a vender mi fuerza de trabajo ya habla de un comienzo poco promisorio), vi por ese canal tan nefasto un informe sobre el tránsito y las vías de acceso a la Ciudad. Se anunciaba que en las líneas Sarmiento y Metropolitano había demoras, pero que para el resto de los trenes el servicio era “normal”.

(Notas del cronista: 1. Foucault mediante, debí sospechar de los alcances del término “normal”, 2. Todas las opciones que alguna vez probé como alternativa a ese canal son también nefastas).

Sin embargo, al llegar a la estación vi gente apiñada en el andén, en número harto mayor al habitual. Estaba además, entrando una formación. Subí como pude, entre codos y bolsos que se empeñaban en hacer contacto con mi cuerpo. No había chance de escuchar la radio, es decir, no había posibilidad de mover los brazos y colocarme los auriculares. No obstante, no tuve que esperar mucho para escuchar una especie de radio AM en vivo (es que algunos pasajeros parecían los oyentes que llaman y dejan mensajes). Uno de ellos dijo a una mujer (pero para que lo escucharan todos) que el tren estaba demorando un montón, que evidentemente venía con retraso, que se detenía mucho más tiempo del habitual en las estaciones. Alguien que lo escuchó culpó a Cristina, otro asintió y mencionó los coches comprados en China por Jaime (¿no era en España? me pregunté en silencio).

(Mas notas del cronista: 3. Cristina es el nombre de pila de la presidenta de Argentina en el momento que escribo esto, y 4. Jaime es el nombre que oficia de apellido de un ex secretario de transporte procesado en una causa por dádivas e imputado en varias más).

El viaje siguió en esa habitualidad triste, de charlas tilingas, con una chica sentada que no dejaba de subirse el escote del vestido.

(Nota de color: 5. el cronista, interesado, pensaba “dejalo como está, ¿qué te cambia que se te vea un centímetro más o menos de piel?)

Ya cerca de Retiro el tren se detuvo completamente. Nadie se inmutó. Es muy frecuente que la formación frene entre estaciones. Los primeros cinco minutos fueron de una parsimonia total, pero luego, comenzaron las quejas (al principio tibias): todos los coches están sucios; las vías están “flojas”, las puertas cierran mal, y ahora lo paran para joder nomás, etc, etc. Cuando ya llevábamos unos quince minutos detenidos, muchos comenzaron a llamar por teléfono a sus trabajos para decir que hacía como media hora que estábamos en el medio de las vías; una pareja llamó a un número gratuito (0-800 de la CNRT) para denunciar lo que estaba ocurriendo, al cabo de unos instantes el le dijo a ella: -anotá, y dictó un número de reclamo.

Pasada la media hora (tomé los tiempos con cuidado), comenzaron los golpes contra las paredes del vagón, y muchos se acercaron hasta la puerta del motorman a golpearla e increparlo, “estás de paro, puto”, “abrí cagón”, etc. De repente se escuchó una voz en las vías que le decía “bajá, bajá”, era un fulano que había saltado por alguna ventanilla y caminó hasta la cabina del conductor. Todos miramos automáticamente al sitio de donde provenía la voz, y al ver allá abajo a un tipito caminando desencajado, nos reímos al unísono. Esa risa duró un segundo, luego la turba lo vivó, como a un héroe. Su conducta fue imitada por algunos pocos más. Yo conté cuatro en total (no se si volvieron a subir o se alejaron por las vías).

En ese instante me pregunté, qué pasaría si me quedara varado con estos energúmenos en el medio de la nada, en un viaje de larga distancia, por días, hasta que pudieran llegar rescatistas… Mientras divagaba, surgió la perla de la crónica, protagonizada por una mujer relativamente joven.

(Otra nota del cronista: 6. los alcances de la juventud relativa son tan vagos como los de la normalidad; para acotar ese margen: hablo de una mujer de alrededor de 40 años).

Esa mujer estaba bastante nerviosa, y se movía mucho (verticalmente, se estiraba y contraía, el espacio disponible no daba para más), y de pronto, pese a la batahola de fondo, tomó su teléfono y llamó al servicio de ambulancias del SAME (?). Dijo (más bien gritó, porque ya se escuchaba poco): “en las vías, frente a la villa 31, antes de entrar a la estación de Retiro –y calló unos segundos–, es lo más preciso que te puedo dar [alguien acotó, calle 15, pero ella no lo escuchó]”, allí su voz tomó un tinte desesperado y lloró: “hay embarazadas, gente cardiaca, se están desvaneciendo, una persona se está muriendo, es urgente, vengan ya” (como no podía creer lo que escuchaba, tomé nota de las palabras exactas, quería ser un cronista fiel; por cierto, este cronista no logró encontrar ni embarazadas, ni el grupo en proceso de desvanecimiento, ni nadie yéndose con la parca). Luego su voz comenzó a titubear: “no se el numero del teléfono es prestado, ¿por qué tengo que darte mi DNI?”, instantáneamente cortó.

Mas tarde (9:35 AM), cuando ya llevábamos casi 45 minutos detenidos, los golpes eran más fuertes, los insultos elaborados y un fulano completamente fuera de sí cantaba: “tocá bocina la puta que te parió, tocá bocina la puta que te parió” (?), esta mujer enardecida golpeó con una virulencia pocas veces vista la puerta del conductor. Llegué a escuchar un “auch” y la ví retroceder, tomarse la muñeca, poner gesto de dolor. Entonces, lamentándose, hurgó en su cartera, sacó un yogur marca Ser con colchón de frutos rojos y, a modo de hielo (no se cuánto frío conservaría tras el parate), lo colocó sobre la zona golpeada. Ahí arrancó el tren y llegamos a la estación.

En un momento me asustó que, más allá de la bronca, calor e incomodidad, mi decisión de esperar sin querer matar a nadie ni romper nada, no encontrara un solo par de ojos cómplices.

martes, 1 de febrero de 2011

Cuando el aire asfixia

Subió apresurado, no quería que su mujer y su hijo lo vieran llorar. Ellos, abajo, lloraban a moco tendido y todavía no sabe como logró desprederse de ese abrazo. Ya en el tren, sintió que se asfixiaba, el aire era tibio y denso, irrespirable. Su estomago quería salirse del cuerpo, condenando a la vianda prolija y pobrísima que su mujer le había preparado a la espera eterna, a la putrefacción, aún cuando Josemir supiera lo que eso valía para ellos.

Josemir viajaba para poder trabajar y, así, remesar algo a su mujer e hijo cada quincena. No verlos más, por tanto tanto tiempo, era intolerable a esas alturas. No escuchar más el “papá” de la incipiente habla de su hijo, no besar mas a su mujer, no compartir con ellos el frío rotundo de este mundo helado, era la muerte, el infierno mismo.

A su lado, mucho mejor vestido, se sentó Diego a quien el aire también asfixiaba, y cuyo estómago también quería salirse del cuerpo. Diego compró un boleto en segunda clase solamente porque era la única sección en la que quedaban asientos y era preferible eso a quedarse un día mas en el pueblo.
Diego tuvo la suerte de nacer en una familia acomodada, pero eso no servía de nada ahora; nunca más escucharía el “papá” de su hijo ahora cadaver. Su mujer ya se había marchado a la Ciudad y el hizo unos arreglos rápidos y malísimos, dejando unos caseros en los que no se podía confiar y abandonó esa casa que tiene la habitación a la que ya no se atreve a entrar, siquiera para juntar la ropa y los juguetes. La mente de Diego teje, permanentemente, escenarios alternativos a lo que ocurrio, en los que el accidente se evita o, al menos, tiene un resultado menos traumático. Esos desvaríos, son la muerte, el infierno mismo.

Josemir hubiera sido un gran casero, y al menos uno de los dos hubiera sobrevivido, pero solo se cruzaron cuando el aire ya los asfixiaba.