jueves, 27 de agosto de 2009

Don Jaime



Paty Jimenez era soltera, cincuentona, de cutis blanco y maquillaje ausente. Su carrera de locutora y su pertenencia a una familia de cierta llegada al poder le habían posibilitado, tiempo atrás, la conducción de algunos programas en televisión abierta. Hoy, tras un período mas o menos largo de ostracismo radial y voz en off para publicidades de yogurts, toallas femeninas y caldos para sopas, tenía su revancha televisiva.




Limón, conocido simplemente así, tenía, amén de ese curioso apodo, una familia tipo y un tipo a los que mantener, su edad era similar a la de Paty y, como ella, poseía un título de locutor y un pasado radial y televisivo de igual intrascendencia. Su voz era inconcientemente familiar, ya que había grabado decenas de publicidades para varios productos. Siempre de traje y corbata en sus apariciones, daba, al igual que Paty, un perfil propicio para el nuevo ciclo.




El nuevo ciclo era una operación de prensa. Un programa de interés general auspiciado por una de las empresas de caminos beneficiada por las últimas licitaciones, por las reiteradas autorizaciones ministeriales para el aumento de los peajes y, también, por el levantamiento del ferrocarril. Los noteros recorrían los pueblos, mostraban sus iglesias, sus museos, comían alguna cosa típica del lugar que siempre les parecía exquisita, y no olvidaban destacar lo bien que estaba el asfalto transitado desde la ciudad capital. En el piso, había algún show en vivo, un concurso (de nivel bachirellato nocturno) sobre historia nacional, y una entrevista (donde nos "ponemos serios"), a algún analista político o funcionario amigo. Nunca hubo espacio para los nuevos desempleados, las estaciones de ferrocarril abandonadas, ni se esbozo un análisis del costo de la interrupción del servicio de trenes.




El tercero en discordia, era don Jaime de Izurriaga y Valdobinos, el ministro de infraestructura, un soldado del presidente, amante por igual de los perros y la cocaína, cuya imagen estaba en caída libre desde que el ahorro prometido por el cierre de los ramales se había esfumado en onerosos e inservibles contratos que beneficiaron a sus amigos, y el costo de las comunicaciones había aumentado considerablemente. El presi, como era de dominio público, evaluaba sacrificar a su soldado incondicional, y a éste no había suficientes líneas que lo calmaran. Un asesor de imagen, que lo había sabido vender como el modernizador honesto que le iba a dar una nueva impronta al país, había pergeñado una nueva movida. Horario central de un día sin fútbol, un auspiciante que sostenía formalmente el programa, varios sobres desde el ministerio que lo sostenían realmente, y una única consigna: machacar y machacar -con cierto disimulo, claro- con la honestidad de don Jaime, con el mal que se le quiere hacer, presentando verdades como difamaciones originadas en quienes quieren su lugar para vaya a saber qué.




Todo seguía mal; el formato del programa, obsoleto y sin atractivo, no lograba levantar rating (era lógico), cuando la divina providencia dio una mano al ministro. Para la quinta emisión, según lo pautado, "don Jaime iría a contestar todo" (lo guionado). Para ese momento, los rumores de renuncia y la apertura de un expediente judicial para averiguar un presunto incremento injustificado de sus bienes generó gran expectativa. Además, la novela que arrasaba había terminado días antes y la competencia había repuesto por cuarta vez una serie que, si bien exitosa, por repetida, no le robaría ese día mucha audiencia a la comidilla politiquera.




Paty y Limón estaban algo nerviosos, sabían que era la oportunidad de lucirse, devolviéndole a don Jaime el brillo perdido, y seguir facturándole (o, en rigor, recibiendo dinero sin facturar a cambio). Pero también querían cuidarse, no ser obvios, de modo de seguir disponibles para idéntica función con los funcionarios de mañana.




Don Jaime estaba muy nervioso, sabía que la mala había llegado. Sabía también que pese a sus esfuerzos por seguir la consigna de esos "taraditos" que le decían como poner las manos, como mirar a cámara y demás, no tenía carisma. Que lo suyo era pensar a lo grande, diseñar, sacar números, ejecutar políticas. No tenía culpas, la modernización "tiene sus costos" solía decirse, y "era justo" que ganara lo que ganara, pese a que, por la hipocresía reinante no pudiera blanquearlo. Sus asesores no omitían recordarle que era conveniente callar esas cuestiones que tan vehementemente él les exponía. Que en su lugar debía hablar de lo que el Estado se ahorra al no subvencionar más los trenes y callar que todavía se gasta esa plata en mantener estructuras destinadas a la liquidación de las sociedades que explotaban los servicios. En su pautado reportaje debía decir que la plata ahorrada se usó en educación y salud, omitiendo decir que, mayormente, sirvió para el pago de carísimas consultorías, ejecutadas por amigos, sobre cuestiones intrascendentes. Debía hablarle a la cámara, no bajar la vista, jurar que no se enriqueció, decir como al pasar que es gente del común, contar que ama a los perros, y no olvidar enfatizar que quienes ya no tienen beneficios espurios buscan volver a conseguirlos y que para ello piden su cabeza.




El día del reportaje se fue del ministerio temprano, necesitaba estar un rato sólo, acariciar a Priscila, a Dragón, al Principe Adam. Tomar con ellos -aunque sólo un poco, como se había prometido.



Fue horrible. El Príncipe Adam, olfateó e inhaló, como todos. Al rato se agitó más de lo debido. Su sistema cardiaco no aguantó más. Don Jaime llamó a Cristina, su colaboradora. Ella llamó a puppy's assistance. La ambulancia llegó tarde. El Principe Adam había muerto. Hubo que encerrar a los otros perros en un cuarto, calmar a Don Jaime, vestirlo, darle café, un ansiolítico. Ya en el canal, lo maquillaron, le recordaron su discurso, le dijeron que luego descansaría.




Se vio un informe sobre el museo del queso. El cronista recordó que la ruta pronto será de doble carril y omitió cualquier mención sobre la pobre señalización que les hizo hacer, entre exceso y retorno, ciento doce quilómetros de más. Luego el piso. Las luces se encendieron con todo su poder. Hacía calor. Limón lo presentó. Hablaron. A los pocos minutos de repasar logros y beneficios, don Jaime habló de combatir la pobreza, de los esfuerzos por mejorar salud y educación -usaba las palabras previstas-, recordó su infancia pobre y su pertenencia a esa gente, dijo trabajar para ellos. Pero era un automatismo, su mente estaba detenida en el Príncipe Adam, en su último suspiro, en sus ojos del adiós, tiernos e inyectados, mirándolo, diciéndole algo indescifrable. Don Jaime, entonces, se quebró y lloró, no pudo seguir. Se percibió un dolor genuino. Paty le agradeció haber venido y su sincera emoción. Limón subrayó que lo esencial había sido dicho, y que no había que especular sobre el futuro del Ministro, que eso sería materia conocida con el correr del tiempo.




Comenzaron a llegar mensajes que destacaron la humanidad del ministro. El presidente suspendió unos días su remoción y encargó una encuesta que demostró que la gente había vuelto a estimar a don Jaime. Al ministro le dieron más soga. Se dice en los pasillos de su cartera: "hay para un par de meses, es necesario emprolijar las cosas". Luego, según especulan, le darán a don Jaime alguna embajada.




El Príncipe Adam tuvo funeral y un pequeño aviso en los obituarios. Priscila y Dragón tienen un nuevo hermanito, Mr. Lemon. El próximo mes se discontinúan otros cuatro servicios semanales al Estado del que el ministro es oriundo.





miércoles, 12 de agosto de 2009

Visto en momentocucaracha


El tren sacudía su pesada estructura y sus neuronas se sacudían al compás del entorno. El hierro de las vías rechinaba, su cerebro —aunque en silencio— también. Ya había anochecido; en su mente, en cambio, nunca aclaró.


Yo llevaba bufanda que tapaba buena parte de mi cara, quizá por eso no me habló. Él llevaba una armónica, pero no tocó. Sí habló, a otros pasajeros, y habló mucho. Con voz fuerte, con dicción difícil, con trato áspero, con incoherencia manifiesta, tratando de confirmar el rumbo del tren.


En un principio sus interlocutores y el resto queríamos negar. Indicar por tercera vez que era el ramal Mitre, aclarar que para Saavedra faltaban cuatro estaciones -conforme ya había sido suficientemente aclarado-, no quería ser visto como un indicador. Su voz tosca, excesivamente elevada, tampoco.


Pero negar fue en vano, como con la chica de Alfie, la verdad se volvió evidente. Todo lo lindo lo tenía de loco. Su cerebro no funcionaba del modo en el que lo hacía el de los demás pasajeros. Su mundo era otro, y no habia tren que lo trajera a éste.


Es extraño cómo operan algunos resortes de la pena. Tengo la certeza de que, por ser un tipo lindo, su realidad, a sus ocasionales compañeros de vagón, nos dolió más que la de otros locos, cuyo tránsito resulta indiferente.


Todos hubiésemos querido otro destino para nuestro loco: el de un galancito o futbolista (hoy son lo mismo), casado con una modelo y frencuentador de otras tantas; el de un doctor al que sus colegas envidian y sus clientes pagan honorarios  abultados, que contienen un plus por su imagen; quien sabe, el de un vendedor de ropa de medio pelo en un shopping de barrio con pretensiones.


Es curioso que su locura nos doliera mas que la locura del loco medio, solo porque este era lindo. Por el desperdicio de la naturaleza, por el error de diseño.


Me bajé del tren, faltaban tres para llegar a Saavedra, él lo seguia preguntando. No volví a saber de él, hasta que me pareció identificarlo en 

http://momentocucaracha.blogspot.com/2009/06/trenes-retiro.html, será?

viernes, 7 de agosto de 2009

by Facu

He recibido información valiosa, para todo aquel que quiera, una mañana de éstas, perderse por el noroeste del conurbano. Se las transmito:

San Martin tiene la pretension de cabeza de Partido. Una peatonal a loMiserere que termina en la plaza con la Municipalidad.

En esto remeda a los pequeños pueblos de la provincia, todo está hechopara ir de un lugar a otro, para hacer tramites antes de la siesta, espura economia de recursos.

San Andres está hecho para perderse, para el derroche, es pura pérdida.

De un lado de la estacion tenés una pequeña plaza con juegos para chicos de la que de desprenden callecitas adoquinadas, de las pocas en el Partido.

Al otro lado está el Golf Club. Se usaba para fumar porro, nunca vi a nadie jugando, ni uno de esos carritos, ni un caddie, ni nada.

Hay una callecita, como un pasaje, que sale desde una plaza junto al Golfal jardin de infantes al que iba, se llamaba Osias el Osito.

El Golf -nunca pude entender que hacia un Golf en San Martin- oculta tras su frondosa arboleda un complejo de monoblocks peronistas de ventanitas rotas, ropa colgada y rastrojeros. Desde la estacion no los ves, tenés querodearlo todo y de golpe aparecen. El denominado Barrio Ingles sí está a la vista, of course, con su Iglesia y sus colegios privados.

En San Andres no hay nada para hacer salvo caminar. Lo cual no es poco para un lunes a la mañana. Una mañana desandamos el camino desde Retiro, 35 minutos de vapor tibio hasta llegar. Y nos comemos un pancho sentados en los bancos de la plaza, ridiculos señores con traje un lunes al sol.

Una mañana lo hacemos, una mañana lo hacemos, una mañana de estas....

martes, 4 de agosto de 2009

El “casi” lo arruina todo*


El tren de cinco vagones, entra al andén nro. 4 de la Estación Retiro del Mitre.

Algunos guardan sus libros o diarios que antes, entre hombros desconocidos, fueron abiertos con dificultad. Los hombros pertenecen a personas que, sin lectura a mano, relojearon el texto ajeno.

Alguien habrá leído algunos pocos párrafos del Nietzsche de un estudiante secundario, fotocopiado en baja calidad, a 15 centavos la carilla. Esas pocas líneas bastarán para causarle pesadillas esta noche.

En la entrada al andén, muchos apagan sus teléfonos móviles y otros aprestan su pasaje que, en el tumulto de los molinetes, casi con seguridad, no le será reclamado.

Todos aspiramos, por última vez en la mañana, el aire caliente del vagón, transportado desde varios kilómetros y saturado de dióxido de carbono residual.

Entonces veo, desde adentro del fenómeno, el éxodo del tren. Nos tocamos, nos empujamos levemente, una señora se enoja y bufa.

Ahora se respira un aire más frío, de lunes a cielo abierto.

Todos emprenden, como si nada hubiera pasado, un camino tan conocido como indoloro.

A mi me cuesta más, me duele. El aire tibio no me anestesió y el frío no me dio energías nuevas.
La atmósfera densa del inicio de la semana se ensaña conmigo y me aplasta un poco, me aturde, me invita a volver al vagón.

Los gemelos se me acalambran ligeramente, la vista se me nubla —exigiendo un pequeño esfuerzo para enfocar la nueva realidad—, y entre los ojos aparece una puntada muy suave. Todo es ligero, tenue, casi imperceptible… pero el “casi” lo arruina todo.

Pienso en quedarme en la formación que me trajo, con su aire aun tibio. Es que, con igual dirección y sentido contrario, partirá en breve, digamos que en siete minutos. Quince minutos más y el trayecto estaría desandado y entonces surgiría la inquietud irrenunciable de ver para el otro lado, fugar hacia San Martín o San Andrés, ¿cómo sería esa mañana de santos desconocidos? Y más aún, ¿cómo sería el después?...
Cuando llego a este punto de la elucubración, reconozco la puerta de entrada de la oficina. La luz de tubo del hall borra el último vestigio del pensamiento que viene gestándose. El ascensor metálico se abre y se cierra en tantos pisos como pasajeros de distintas firmas hay en su interior, y mi ventana me muestra, con nitidez, impidiéndome perder el agobio, una Buenos Aires que conjuga con marcado contraste un rulero de hormigón y miles de casitas de ladrillo colorado apiladas a la vera de la estación que acabo de abandonar.
*(la frase del título es robada a Victoria)