jueves, 25 de octubre de 2012

¿y a la mosquita qué le pasó?


La nochecita era cálida.

Buenos Aires estuvo invadida de agua y viento hasta ese día y la primavera, que casi no había asomado, esa noche se reivindicaba.

Retiro estaba poco poblada. En las ausencias de esa hora se adivinaban cuerpos amontonados horas antes, pujando por un lugar en el vagón para llegar a casa con luz de día y, quien sabe, tomar un mate en el balcón.

Entre la luz tenue, y las ventanillas abiertas por el calor, vuela un carnet, una tarjeta, un papelucho. La vista de varios se dirige, entonces, a ese grupo de chicos y chicas de 7 u 8 años que cuentan y reparten sin escrúpulos el botín del día.

Nadie dice nada, y las miradas que se concentran en ellos tienen mas tristeza que bronca.

Entre los chicos, hay uno más pequeño. Tendrá unos cuatro años, y la cabeza en otro lado:

- ¿y a la mosquita qué le pasó? pregunta, y yo caigo en la cuenta que quedó impresionado por la gigantografía de un veneno para moscas en aerosol que acabamos de dejar atrás; ya sabemos que la propaganda manda cruel en el cartel.

- cayó muerta bien muerta. Contesta otro.

- pero, ¿y a la mosquita qué le pasó? Repregunta el chico con la lógica de quien no se representa la muerte aún.

- nada, nada, siguió volando, le dice una chica de su grupo.

- pero, ¿y a la mosquita qué le pasó?

martes, 14 de agosto de 2012

La misma vía

En mi infancia los lujos eran pocos, pero qué lujos!

Las vacaciones, por ejemplo, transcurrían en el campo; esto es, en un pueblo perdido en el medio de Entre Ríos (al que, entonces, sí llegaba el tren de pasajeros). El viaje era toda una odisea. En Lacroze mismo, cuando el tren empezaba a rodar, mi abuela abría su paquete de sándwiches de albóndigas que inundaba de olor a ajo el coche turista. Yo comía dos o tres, con mucha mayonesa, y siempre convidábamos a los ocasionales vecinos de asiento.

Cruzar el puente de Zárate - Brazo Largo implicaba escuchar la historia de siempre: antes los vagones eran subidos a una especie de balsas, el viaje tomaba todo un día, las mujeres solían descomponerse. Abajo, el Paraná de las Palmas lo escuchaba sin rezongar.

En Domínguez había que bajar. Como la estación era mucho menos larga que el tren, había que avisar al guarda, para que pida al maquinista que calcule la detención de modo tal que justo nuestro coche quede frente al andén, el resto del tren flotaba en la noche (siempre se llegaba de noche).

Ya en la casa del hermano de mi abuela, se armaban tertulias a lo grande: dulce de higo recién hecho, quesillo de los alemanes de Colonia Ana y discusiones filosóficas de fuste. Recuerdo que en una ocasión a una silla del patio le habían cambiado los almohadones y luego la estructura de hierro: ¿era o no la misma silla? Ni Heráclito ni Parménides se hicieron presentes y tuvimos que deliberar solos.

El otro día quería recobrar esa discusión filosófica y se la plantee a un amigo; pero como íbamos en tren, a la salida del trabajo, cambié el ejemplo por uno más a mano y le dije:

- ¿Podríamos decir que éstas vías por las que vamos son las mismas vías de siempre aunque se hayan sustituido primero los rieles y luego los durmientes y del material original ya no quede nada?

Rápidamente me di cuenta de que el ejemplo no era acertado, que esos centenarios hierros y durmientes jamás fueron cambiados… RUIDO ENSORDECEDOR, DESCARRILAMIENTO.

martes, 7 de agosto de 2012

Que no se corte


Por razones de seguridad personal no daré más datos sobre su ubicación. Saben, y con eso deberán conformarse, que está en las inmediaciones de una terminal de trenes. 

De hecho, suelo cortarme al salir de mi trabajo, cuando camino hacia esa terminal.

En la peluquería en cuestión, montada antaño y conservada como tal, el dueño atiende la caja y tres peluqueros de la vieja guardia hacen lo suyo en las giratorias con descanso de hierro.

Alguna vez, mientras esperaba, vi al dueño levantarse para ir al baño, o buscar una tasa de té. En esos casos, apartando parcialmente mi vista de las revistas de ocasión —con algunos pelos ajenos en su interior que, corriente de aire mediante, llegaron hasta ahí cuando eran barridos— pude ver como rigurosamente retiraba la llave de la caja, aún cuando se apartara unos pocos segundos.

El tipo, que no había perdido el acento de su tierra, vive al fondo de la peluquería. Mi calidad de cliente habitual me permitió saber que casi no sale, que no tiene familia en el país y que se dedica en exclusividad a su comercio que, por cierto, parece rendirle bastante. Claro está, nunca pude saber qué hace con aquel rendimiento.

Yo voy cada tanto, en general dejo pasar unos dos meses, a veces un poco más, entre corte y corte. De todos modos los muchachos ya me conocen, al punto de poder preguntar “¿cómo siempre?”, y empezar su tarea antes de escuchar el “sí” que indefectiblemente contesto.

Las últimas tres veces no estaba el dueño. La primera me llamó la atención y pregunté por ello, “se fue a su tierra a visitar a su familia”, fue la lacónica respuesta. Nada más, ningún detalle. En la segunda ocasión, dije “se ve que la está pasando bien, que no vuelve”, y apenas si escuché un “ajá”. En mi última visita a la peluquería, y mientras la navaja hacía su trabajo, comenté al pasar, lo lindo que debe ser la tierra natal del dueño, y el filo fue presionado algo más de lo aconsejable y unas gotas de mi sangre mancharon mi camisa.

Ya en el tren, de vuelta a casa, agradecí haber salido de la peluquería y decidi que era mejor olvidarme del asunto.

viernes, 6 de julio de 2012

Chau Román, gracias por todo.

Tuve, una vez, una novia italiana, nacida en la capital de aquel país, que, por cierto, estaba muy buena. Quizás haya sido la mujer más linda con la que alguna vez tuve sexo. Pero su genio era algo difícil de llevar para los demás (probablemente, también para ella).

Solía estar de mal humor, enemistada con la vida, el dolor de cabeza era reiterado y, en muchas ocasiones, simplemente, lloraba.

Yo la llamaba Romana, cariñosamente, hasta que un día, como desafiando al mundo, se cortó el pelo al ras. Seguía siendo hermosa, lo que no me impidió eliminar la última letra de su apodo, y empezar a llamarla, simplemente (aunque con el mismo cariño), Román.

Lástima que el cambio solo ocurrió cabeza afuera, y los momentos sublimes, de disfrute, de diversión, de juego, quedaron relegados a los cada vez más efímeros interregnos entre su insatisfacción previa y la porvenir.

Un día, caminábamos cerca de la terminal de trenes del pueblo. Repentinamente, me dijo chau, me voy, te amo, siempre te amaré, pero estoy vacía, no tengo nada para dar. Se subió al tren y se fue a la Ciudad.

Al principio me desconcertó, pero rápidamente me di cuenta de que era inaguantable y que fue lo mejor que podía pasar. El tren comenzó a alejarse y le grité: Chau Román, gracias por todo.

jueves, 28 de junio de 2012

Un sueño caro

Nuestro vínculo es apasionado. Ella aparece seguido, irrumpe, se mete en mis sábanas, consume mi piel y ofrece el perfume de la suya.

Su rostro, como el de todos, es cambiante. Es Ana Belén pidiéndome que la contamine, que me mezcle con ella. Otras veces es Gatúbela, gentil y brutal. O una nena imitando a Rafaela Carrá. Pero siempre es ella, dulce, inteligente, sexual.

Será por eso que cada vez me cuesta más el pasaje a la dimensión del tiempo lineal, de la que no me acuerdo casi nada; apenas si recuerdo que tras levantarme tomo un tren y que ya en el vagón miro a todos lados queriendo encontrarla, como si supiera que ella también está a bordo, buscándome.

lunes, 4 de junio de 2012

Sin fin

Retiro es, en varios aspectos, una alegoría de la imagen que nos formamos los humanos sobre la materia. Esa imagen, por necesidad intrínseca del sapiens sapiens, tiene un límite, un fin, un elemento irreductible (primero fue el átomo, luego su núcleo, ahora quién sabe qué).

Las evidencias muestran que no hay fin, que debemos echar mano al término infinito, que siempre hay más o menos. Pero el humano, terco, vuelve a apostar por el punto final y festeja premiando con nóbeles a los descubridores de los nuevos y efímeros límites.

Con Retiro, pasa algo similar (desde su nombre mismo). Es el fin de la Ciudad, pero atrás, sin esconderse ya, la Ciudad sigue, amontonada de privaciones, pero sigue. Es, también, el final del recorrido de los trenes; sin embargo las vías siguen y, a veces, los trenes también, cruzando por esos rieles que parecen abandonados y que llevan a playones que también parecen abandonados, y en ese recorrido atraviesan las calles llenas de motos, autos, micros, colectivos y camiones que van a o vienen de la terminal o el puerto.

Todos los rivales del tren, en ese cruce, son más débiles. Hoy, de todos modos, pude ver como esos débiles pudieron más. Es que en ese cruce sin barreras, cuando apareció un banderillero y se escuchaba la locomotora avanzar despacio y pitar fuerte, los autos ya demorados por el caos de tránsito (una verdadera galleta), se revelaron, uno se mandó a bocinazo limpio, y atrás un par de motos. La locomotora chirrió y frenó; entonces, gracias al torque de sus motores, los vehículos pasaron primero, como una masa interminable, delante de la locomotora frenada de prepo, que vio en Retiro, esta vez, el fin.

FIN

jueves, 3 de mayo de 2012

La agenda

Ambos toman el mismo tren, y habitualmente coinciden en el de regreso a casa. Pero a la mañana, indefectiblemente, viajan separados. El parte más temprano, siempre apurado. Ella viaja un rato más tarde, después de dejar al hijo de ambos en la escuela, tras haber perdido energías en la primer batalla diaria: lidiar para que el chico termine su leche.

Son una pareja eficiente en la organización hogareña, donde la rutina ya hizo su mella, aunque no impide buenos momentos.

Hoy, ella recibió un mensaje de texto: él preguntaba si no dejó la agenda en casa. Ella buscó, no encontró, y se lo hizo saber, también por mensaje. Entonces, él la llamó. Llamado en vano, que solo sirvió para que descargara un poco la genuina preocupación que tenía. En esa agenda había datos importantes.

Ella subió al tren angustiada por transitividad. Este tren ya no viene tan lleno, siempre se puede subir y, a veces, hasta hay asientos. Hoy fue un día de esos. En un primer golpe de suerte, el asiento libre. En un segundo golpe (de suerte y de vista), apareció la agenda, tirada en el piso, con su BEN 10 calcomaníaco en la tapa, pegado por el hijo de ambos.

La levantó, la abrió y confirmó que era la suya. ¿Alguien habría llamado al número de contacto de la primer página, o hubiera seguido tirada hasta hacerse trozos de papel sueltos, sucios e inservibles? Quién sabe.

Ella intentó avisarle del hallazgo (pero él estaría en reunión y no atendió; quedó un mensaje aliviador en la casilla).

Alguna estación más allá, ella abrió la agenda. No lo hizo en una deliberada actitud de espía; fue un acto reflejo que le permitió ver el turno del dentista que ayer mencionó, al avisar que llegaría tarde. Eso la tranquilizó.

Se envalentonó y fue a NOTAS, un espacio multipropósito, al final de la agenda, que tiene varias hojas con renglones. Vio un título “Mis dos amores”, y se enterneció. No le importaba que resultara algo cursi, y con los ojos llorosos fijó la vista en el papel:

“Uno llegó demasiado temprano … [empezaba el texto] … cuando la adolescencia invita a seguir probando. El otro, demasiado tarde, cuando la vida ya te cobra un costo muy alto por liberarte de tu mujer e hijo …”.

lunes, 23 de abril de 2012

Un rey elefante colado en el tren

Este es un blog sobre historias de trenes. Y en lo que sigue no hay ningún tren. Hay una historia colada en este vagón, y el chivo (expresión que usamos en Argentina para mencionar avisos no rentados que se deslizan por los medios) de un video subido a you tube:

Parte el rey con buen talante

y elude el hambre africano,


cien mil euros de arma en mano


se le anima al elefante.



De la tierra devastada


vuelve el rey con mal talante,


y pide perdón arrogante


con su cadera enmendada.



No es el rey el que esta viejo


ni su osamenta partida,


vieja está la monarquía


que habrá que mandar bien lejos.



- “… y tu ¿por qué no te callas?”


quizá me increpe el abuelo,


no callo porque no quiero


y observaré donde vayas.


Recitado y con imágenes de NaCe en

http://www.youtube.com/watch?v=XvbgZ7i2KYo




martes, 17 de abril de 2012

Cofradía de los talleres

Roberto se duerme, sueña un rato, abre un ojo, todavía falta. Roberto se duerme nuevamente, el día fue agotador, la noche anterior un desastre de exigencias domésticas que el tren, acunándolo, le hace olvidar.




El tren llega al destino final para partir nuevamente. Pero su rutina de desandar lo andado se frustra cuando un megáfono anuncia que esa formación “por problemas técnicos será desafectada del servicio”. Roberto, entonces, sueña profundamente.




La gente que baja se aleja y la que se disponía a subir refunfuña con ganas y corre hasta el tren que lo sustituirá, con el ánimo de conseguir un asiento. El andén deviene en un páramo.




Roberto duerme con la boca abierta, babea un poco, y empieza a roncar. Su presencia es de una evidencia tal que solamente puede pasar desapercibida para el guarda que realiza el control de rutina, en contra de toda buena práctica, recorriendo la formación por afuera, mientras come un pancho que mangó, y discute de futbol, a grito pelado, con el policía apostado en la cabecera del anden.







Roberto despierta, pero todo es oscuridad, no acredita lo que le ocurre, se desconcierta, no reconoce el vagón, grita, aúlla, es un animal desesperado que solo escuchan unos adolescentes que, tras mucho deliberar, se autodenominaron la “cofradía de los talleres” e incursionaron, por primera y última vez, en los sitios donde reparan (apenas si recauchutan) los trenes, para desmitificar la presencia de fantasmas. De allí saldrán corriendo, renunciando a su idea original, y llevándose material para construir la leyenda del fantasma Tito.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Dado vuelta estás vos

A su vista aparecen calvicies, canas, raíces negras.



Paisaje variopinto el de este ser que no se bajará en la terminal, ni enfilará obediente para la oficina.



A esa araña, que camina por el techo del vagón, la bauticé Prodan, porque le escuché cantar “yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos”.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Era de la no pasión

En primer lugar, el asombro. Luego, la necesidad de airear la vista mirando alrededor, para volver a focalizar en el episodio.




Una vez aceptado que ocurre aquello que se quiso negar, deviene un estado adrenalínico que en los primeros segundos, paradójicamente, se manifiesta en parálisis, en mera observación.




El cuadro muestra un cuerpo sobre el andén, replegado sobre sí mismo. Los brazos que cubren el rostro ceden cuando un puntapié impacta con fuerza en el abdomen y abren paso a un castigo en la cara.




Las piernas diestras de los tres cuerpos de pie golpean insistentemente al caído. Hay goce en esos rostros que captan el efecto que la fuerza de sus golpes causa sobre la materia echada: tejidos cediendo, ligazones que se rompen, sangre que brota al exterior.




Ese goce animal, disociado de los motivos del ataque, se remonta a otras épocas, hay en él, supervivencia, selva, lenguaje incipiente, herramientas rústicas, machos alfa, dominio.




El contexto actual lo rodea de una estación de tren, de pasajeros acongojados que comentan un presunto ataque a la propiedad privada (aunque sin ponerse de acuerdo sobre si el golpeado era víctima del robo o quien lo tentó y recibió venganza). Por fin llegan dos policías con barriga flanosa tratando de atrapar a sus presas en un renovado ataque.




Lo trascendente es que, por ahora, somos cautivos de esa violencia grabada en nuestros genes, en lo que queda de instinto.




Me apasiona pensar que existe una carrera entre un final anunciado (que nos matemos todos) y una época distinta, en la que los avances tecnológicos nos conduzcan a una conciencia sin cuerpo, a la “era de la no pasión”.