miércoles, 17 de febrero de 2010

Dolor

Sube al tren. Va sola, más que nunca. Se acurruca en el hueco rígido que forma el asiento al hacerse pared de vagón, se dobla sobre sí misma, se hunde. Apoya su mejilla en el vidrio algo sucio y bastante frío de la ventanilla, para perder su mirada en el afuera —ahora estación, en un rato campo, luego quién sabe—.

El afuera es futuro y es incierto. El adentro es dolor, vacío, pérdida.

La gente sube, camina apurada, carga valijas de colores neutros, alguien se sienta cerca, ella ve todo lejano, como en una película sin volumen que se deja correr cuando se hace otra cosa.

Sobre las imágenes de la estación, su mente imprime manchas rojas, del rojo de la sangre perdida.

El dolor se hace insoportable, no se ve el final del duelo, ¿puede quererse tanto a materia mensurable en milímetros, a conciencias no constituidas, a la potencialidad pura?

Sí, se puede.

Ella llora y el tren, inconmovible, parte.

jueves, 11 de febrero de 2010

Viajar desnuda



Ella ya me resulta familiar. Su estrabismo leve y la mueca constante en su boca confluyen en una imagen nítida que, aunque intermitente, me sigue cada vez que me bajo de un tren que la transporta.

Es indudable que su jornada laboral se inicia a las 10 de la mañana en alguna oficina céntrica. Es que toma, sistemáticamente, el tren que pasa a las 9:20 por mi estación. Siempre prolija, viaja con margen suficiente para sortear cualquier imprevisto que pudiera presentarse. Se advierte, le gusta tener todo controlado.

Lo que digo, lo se por observarla, y por un inductivismo básico: siempre que tomé el tren de las 9:20 la encontré, sin excepción. Como mi rutina es más flexible, o sea, menos rutina, sólo coincidimos esporádicamente. Eso sí, siempre en el primer vagón, en eso somos estrictos ambos.

Ella jamás me vio. Es que sus dos ojos, uno como queriendo correrse hacia el centro de la órbita, se posan, indefectiblemente, en alguna novela de reputación conocida. Esas que, por prensa de las editoriales, marketing de sus autores y corre ve y diles varios logran instalarse como profundas y ser referenciadas hasta por quienes jamás las han leído.

Sus libros están forrados como esos cuadernos de la primaria, con una especie de celofán transparente, pero que no es celofán. A veces hizo que yo me avergonzara de los dobleces y la manchas que los míos exhiben impúdicos a los pasajeros.

La cosa es que jamás me vio. Nunca una exaltación en su lectura le hizo levantar la vista. Nunca una seña de hartazgo literario y consecuente necesidad de recreo visual.

Y hoy... perdí el tren:
Subí al primer vagón del tren de las 9.20, que en verdad pasó 9.23, y ella, claro, estaba ahí. Por un descuido que aún no debe perdonarse, había olvidado su libro. Estaba nerviosa, con el celo de quien no quiere mostrarse, con el temor de que otro pueda acceder a sus rasgos, a sus señas, a su intimidad, todo tan expuesto, sin un libro protector. Viajaba desnuda, no había ropa que pudiera cubrirla, y eso me gustaba.

Comencé a esperar que su vista, ahora liberada, se posara en la mía. El medio metro de distancia era la medida justa para que al mirarme casualmente yo dijera: -¿y el libro? (frase que, a esa hora, para un ser al que las mañanas le cuestan mucho, era un alarde de creatividad).

En eso veo que, con gesto de asombro, me mira y esboza una sonrisa. Sí, no hay dudas, es a mi. Entonces comienzo: -“¿ y el l…” y en esa conjunción de eles, un grandulón de traje azul parado a mi lado —evidente compañero de oficina de la susodicha— la saluda y comienza una charla intrascendente…
Sólo logré las miradas de los restantes compañeros de vagón.

martes, 2 de febrero de 2010

Buenas razones para no tomar trenes

Se detiene frente a mí y me pregunta ¿qué combinaciones tiene que hacer con el subte para llegar a Villa Urquiza?
Mi cerebro intenta arrancar, pero funciona muy lento, la placa colorada de la tevé del bar de retiro grita que la sensación térmica trepó hasta los 39ºC.
Finalmente unas neuronas hacen sinapsis y le explico que es más directo y fresco ir en tren. Prefiero callar, en cambio, que a sus ochenta y algo, hacer el trayecto bajo tierra puede implicar no volver a subir nunca.
Se pone enérgico aunque sin perder amabilidad, y me dice que no irá en tren, que quiere saber cómo hacer la combinación para ir en subte.
Entonces veo por una rendija del azul de uno de sus ojos a dos hermanos y una madre arrancadas de su lado y llevadas a un tren que parte del campo de concentración con destino no comunicado.
Le explico cómo tomar el C y luego el B, en la certeza de que el más letal de los golpes de calor es una caricia frente al golpe de la memoria.