Sube al tren. Va sola, más que nunca. Se acurruca en el hueco rígido que forma el asiento al hacerse pared de vagón, se dobla sobre sí misma, se hunde. Apoya su mejilla en el vidrio algo sucio y bastante frío de la ventanilla, para perder su mirada en el afuera —ahora estación, en un rato campo, luego quién sabe—.
El afuera es futuro y es incierto. El adentro es dolor, vacío, pérdida.
La gente sube, camina apurada, carga valijas de colores neutros, alguien se sienta cerca, ella ve todo lejano, como en una película sin volumen que se deja correr cuando se hace otra cosa.
Sobre las imágenes de la estación, su mente imprime manchas rojas, del rojo de la sangre perdida.
El dolor se hace insoportable, no se ve el final del duelo, ¿puede quererse tanto a materia mensurable en milímetros, a conciencias no constituidas, a la potencialidad pura?
Sí, se puede.
Ella llora y el tren, inconmovible, parte.
El afuera es futuro y es incierto. El adentro es dolor, vacío, pérdida.
La gente sube, camina apurada, carga valijas de colores neutros, alguien se sienta cerca, ella ve todo lejano, como en una película sin volumen que se deja correr cuando se hace otra cosa.
Sobre las imágenes de la estación, su mente imprime manchas rojas, del rojo de la sangre perdida.
El dolor se hace insoportable, no se ve el final del duelo, ¿puede quererse tanto a materia mensurable en milímetros, a conciencias no constituidas, a la potencialidad pura?
Sí, se puede.
Ella llora y el tren, inconmovible, parte.