jueves, 31 de marzo de 2011

Farizano

El ruido del tren no dejó escuchar al muchachito vestido para combate que, fusil en mano, custodiaba el cuartel en medio de la Ciudad. El tren semi-vacío (era un tren de media mañana) se alejó. Entonces, el hombre de verde tuvo que volver a hablar, en rigor a gritar. “¿Civiles?” nos dijo (nunca nadie me había llamado así). El tono interrogativo permitía traducirlo claramente como “¿Qué carajo quieren?”. En ese instante agradecí haber zafado por número bajo. Mi amigo con pose, gesto y tono irreverente, sin demostración de respeto alguno por el uniforme, explicó que veníamos a que nos firmaran las libretas y nos colocaran el sello de “Exceptuado por excedente” (a veces es lindo sobrar). Notablemente irritado, nuestro interlocutor nos hizo saber que la fila que formaba adentro era la de los civiles que habían llegado antes de las 6:30, hora en que se recogían solo 50 documentos. Exagerando la dificultad que nos acarrearía volver, mi amigo obtuvo la siguiente propuesta: pasen al segundo pabellón, y pidan con el coronel Farizano, él firma las libretas, explíquenle sus motivos. Tras una pausa en la que se iluminó su rostro, agregó: “eso sí los va a sacar cagando… si es que se pueden ir”. Nos miramos y entramos: ¿qué nos va a correr este tarado? pensamos en ese instante. El pensamiento se diluyó inmediatamente y durante el camino buscamos buenas razones para no perder la tranquilidad: “estamos en democracia, no nos puede pasar nada muy grave, ¿no?”. Al llegar vimos a otro muchachito, también vestido para combate, con varias pilas de documentos boca a bajo, ya intervenidos, y unos poquitos a los que todavía les colocaba dos sellos: uno gigante y todo en mayúsculas “EXCEPTUADO POR EXCEDENTE”, el otro más abajo y dejando lugar para la firma, también en mayúsculas y señalando el nombre del Coronel. Tras un entendimiento telepático, mi amigo y yo, complementándonos, dijimos: “Dice Farizano que nos selle la libreta y la pase a la firma”. “Como no, ya estoy terminando, él firma de a diez, y hace esperar veinte minutos a la segunda tanda, así que se las paso en el primer cupo. ¿Son conocidos de él, no es cierto?” “Mi padre”, contestó mi amigo. Corto y seco. Y el temblor no llegó a la voz. El tiempo empezó a correr, no habrán sido más de cinco minutos, pero bastaron para experimentar varios cambios de temperatura corporal, calor y frío, transpiración y chuchos, estomago queriendo salir del cuerpo por todos los orificios conocidos o desconocidos… Nosotros mudos, tratando de disimular la adrenalina. Entonces vimos al soldadito salir del despacho y detenerse a hablar con un colega, hablan bajo, parecen conspirar, reírse de lo que nos van a hacer, disfrutan como el gato que suelta al ratón para volver a agarrarlo, dilatando el climax. Nos miramos y sin pronunciar palabra nos dijimos “estamos fritos”.


Finalmente se acerca, extiende las libretas y nos las da. “Listo”, dice. “Gracias” decimos nosotros con un hilo de voz. “Saludos de mi padre al Coronel” agrega mi amigo algo recompuesto e, inmediatamente, comenzamos una carrerita hasta el ingreso al cuartel, pasando por delante de la fila formada que esperaba sus documentos. Casi sin detenernos le decimos al centinela de la entrada “muchas gracias, ya está” y a correr al primer tren que pase, “irse lejos, no volver” aunque no había riesgo de nada… no?

miércoles, 23 de marzo de 2011

En oblogo

Amigos, un gusano metálico llegó al Nº 51 de la revista oblogo. Gracias a quien se le ocurrió sugerir tamaño despropósito y a todos los que apoyaron esa idea. La página de oblogo, sencillita: www.oblogo.com

viernes, 11 de marzo de 2011

Los topos

Martín vive debajo del terraplén sobre el que se posan las vías, en una reducida cueva socavada por su padre, con una extensión hacia el exterior, en la que unas chapas precariamente dispuestas ofician de techo; esa arquitectura animal, le dio a la familia una casa y un apodo insufribles por igual.

Los topos se despiertan con cada tren carguero de la noche, y vibran todo el día, con los trenes de pasajeros. El padre le dice a Martín que acá todos tendrán mejores oportunidades que en la provincia, que pronto juntarán algo y alquilarán una pieza en el asentamiento, y que la escuela es bárbara, que él va a poder estudiar y ser alguien.

Quienes están algo mejor ubicados, y viven en casas de ladrillos (algunas con lozas y más de un nivel), se mofan constantemente de la penuria de esa familia.

Esa burla se materializa entre los niños de la escuela del asentamiento (que, efectivamente, es bárbara en el sentido más sarmientino del término). Martín se convirtió en el protagonista del divertimento general, que consiste en correrlo al grito de “topo muerto de hambre” —juego en el que sus perseguidores olvidan las propias carencias alimenticias y sanitarias— y, una vez que logran desestabilizarlo, tirarse encima y patearlo duro a ese topo convertido en bicho bolita.

Martín venía tolerando esta humillación, con dolor y bronca porque advirtió que Dolores (los padres sí que supieron elegir su nombre), la chica que le gustaba, dejó de hablarle, seguramente por topo y por perdedor. También se dio cuenta de que las maestras, hartas de que sus amenazas no generaran coacción alguna, ya no hacían esfuerzos por dispersar a la turba golpeadora.

Hoy Martín decidió que no quiere “ser alguien” a este costo, que se contenta con dejar de ser un topo golpeado y, en lugar de caminar hasta la escuela, siguió de largo y la abandonó para siempre. Su resentimiento ya maduro y potente tuvo un up-grade considerable.