viernes, 6 de julio de 2012

Chau Román, gracias por todo.

Tuve, una vez, una novia italiana, nacida en la capital de aquel país, que, por cierto, estaba muy buena. Quizás haya sido la mujer más linda con la que alguna vez tuve sexo. Pero su genio era algo difícil de llevar para los demás (probablemente, también para ella).

Solía estar de mal humor, enemistada con la vida, el dolor de cabeza era reiterado y, en muchas ocasiones, simplemente, lloraba.

Yo la llamaba Romana, cariñosamente, hasta que un día, como desafiando al mundo, se cortó el pelo al ras. Seguía siendo hermosa, lo que no me impidió eliminar la última letra de su apodo, y empezar a llamarla, simplemente (aunque con el mismo cariño), Román.

Lástima que el cambio solo ocurrió cabeza afuera, y los momentos sublimes, de disfrute, de diversión, de juego, quedaron relegados a los cada vez más efímeros interregnos entre su insatisfacción previa y la porvenir.

Un día, caminábamos cerca de la terminal de trenes del pueblo. Repentinamente, me dijo chau, me voy, te amo, siempre te amaré, pero estoy vacía, no tengo nada para dar. Se subió al tren y se fue a la Ciudad.

Al principio me desconcertó, pero rápidamente me di cuenta de que era inaguantable y que fue lo mejor que podía pasar. El tren comenzó a alejarse y le grité: Chau Román, gracias por todo.