lunes, 28 de diciembre de 2009

Extrañar

Extraño las noches que pasaba con amigos, tirados por ahí, en una quinta, una terraza, un patio, o sentados en el cordón de la vereda.

Extraño las preguntas que, mirando el cielo, nos hacíamos. Preguntas genuinas y torpes, sobre el cosmos, sobre el tiempo, sobre la evolución, sobre un eventual inicio.

Extraño la sensación, fomentada por algún vino barato, de estar a un segundo de comprender algo, algo trascendente. Justo en esos momentos, la conversación derivaba hacia otros temas, en general las tetas de alguna compañerita de curso.

Para finales del verano de 2003, quizá en el último encuentro sin apuros -sin necesidad de volver a algún lado-, y cuando ya no compartíamos curso, uno de mis amigos tiró: -¿sabés de qué murió Dolly [oveja clonada en 1996 y, para ese momento, recientemente fallecida]? Y ante el silencio agregó: -de vieja.

Lo que dijo mi amigo es discutible. El tipo de ovejas del que Dolly formaba parte tiene, como expectativa de vida, 12 años. Dolly murió con sólo 6 años, por una enfermedad progresiva pulmonar causada por un retrovirus, cuyo avance, según algunos científicos, se vio favorecido por el hecho de que haya sido un animal clonado. Otros, en cambio, destacan que no hay evidencia de esto último.

Más allá de esto, lo cierto es que Dolly tuvo origen en una célula que nació con adn viejo, todito igual al de su madre. No hubo fecundación, esto es, no hubo espermatozoide entrando en ovocito para crear, con base en su información y la del receptor, una célula fresca con adn nuevo.

Esas células frescas que teníamos cuando tomábamos ese vino barato y que hoy lucen otros.

Hace poco subí al tren, y había un grupo de adolescentes que, ya sin clases, iban a alguna quinta.
Hablaron –gritaron- con igual seriedad, de las vedettes de moda, de dios –y de su ausencia-, de la píldora de los cinco días después, del big bang, de Clarín y el gobierno, de Banfield. Uno dijo que los seres humanos del futuro no tendrían dedo meñique y otro acotó que habría que adaptar la canción infantil que termina cuando se zamarrea el dedo pulgar al grito de “este pícaro gordito se lo comió”. Otro sugirió, y me pareció acertado, quitar la parte que dice “este le puso sal”, con ello se llegaría a buen final y, paralelamente, se estarían evitando hipertensos. Me tuve que bajar, llegué a escuchar que comenzaban a hablar de las tetas de las compañeritas.

Me hicieron extrañar.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Embarazo múltiple

Calor, vagones cargados, gente y bolsas.

El tren se detiene, nadie baja, suben varios.

Se escucha una voz:

- a ver si un caballero le da el asiento a esta chica que está embarazada.

Hay un ruido en ese sector (se lo debemos atribuir al movimiento del caballero cedente y al inverso de la embarazada sentante).

Todo sigue igual, los rozamientos están a la orden del día.

Se escucha otra voz:

- a ver si los caballeros le dan el asiento a las damas, que a esta altura están todas embarazadas.

lunes, 21 de diciembre de 2009

jumping

Su madre entró al cuarto, una fracción de segundo antes de que la autorización del médico terminara de ser conferida. Comenzó a llorar —mejor dicho, retomó el llanto— ni bien lo vio, todo roto. Siquiera notó que él la saludó en inglés.

Él es Maximiliano, tiene diecisiete años y, contra los tempranos pronósticos que se habían formulado, resultó un aplicado alumno del colegio de su barrio. Eso, por las mañanas.

Por las tardes alterna fútbol e inglés. Así conoció a Emilse, su profesora, que lo dobla en edad.

A sus 17 años, Maxi tiene por el inglés un interés que excede el académico. Su profesora lo nota y lo estimula.

Para ir a la charla informativa sobre la carrera de traductorado tomó el San Martín, se bajó en Retiro y caminó unas cuadras. Tenía un vago recuerdo de la zona, muy vago, no iba nunca al centro.

Para la vuelta corrió un poco, no quería atrasarse mucho y si bien no era un viaje largo, estaba con el tiempo justo.

Cinco y cinco estaría llegando a la estación y entraría a clase sólo diez minutos tarde. Estaba seguro que al llegar vería un guiño en el rostro de la teacher que, ya sin ropa, sería la imagen favorita de esa noche.

El tren se detuvo en Palermo primero y luego en Chacarita. Ya eran las cinco y un minuto.

Maxi se aproximó a la puerta más cercana, que , como todas las de ese tren, estaba abierta. La formación pasó por La Paternal en el horario previsto, pero no se detuvo.

Maxi se descolocó, preguntó, le dijeron que era el semirrapido (pasaría varias más sin parar, pero en Hurlingham podría bajar, pagar la multa ¡qué multa! y tomarse otro de vuelta). Maxi no dudó, el tren no iba tan rápido y él era agil, y pegó un salto.

martes, 15 de diciembre de 2009

El respeto por la cola

Llegar a Retiro a las siete de la tarde, para abordar un Mitre que aún no está en su plataforma (sea éste Tigre, Mitre propiamente, o Suárez) depara una curiosidad digna de mención.

Es que, en ese contexto, puede observarse una línea de personas, que forma un ángulo de 45º (o 135, según cómo se vea) con la línea que limita el anden del hueco de las vías. Esa fila recuerda a la que formaban los alumnos de las escuelas municipales dirigidas por esposas de militares.

Es claro, sólo los primeros 10 o 12 de cada fila —iniciada en las marcas pintadas sobre el andén que anuncian que justo allí estacionará una puerta de vagón— tendrá un asiento disponible.

No deja de asombrarme el respeto que se tiene por esa formación humana: se cumple y se hace cumplir. Hay que ver la reacción que tiene lugar cuando alguien intenta ingresar al vagón adelantándose a quienes esperan alineados; un amigo me contó que, en una ocasión, el colado se sentó y lo hicieron dejar el asiento y viajar parado. Comandó el recupero una señora de unos sesenta años, de piel muy blanca, y acento extranjero, que mi amigo supuso alemana, lo que dio por hecho cuando la vio bajar en Villa Ballester.

El otro día me puse a mirar a los compañeros de fila, advertí un tipo que, minutos antes, había saltado el molinete para no pagar su boleto, una chica que esperaba escuchando música pirateada, un pequeño evasor impositivo, una fulana que, de seguro, cruza la calle a mitad de cuadra, un ñoqui de la Municipalidad, un tipo que colocó en su auto un trapito que le tapa la patente, un adolescente que chipea con gran habilidad consolas de videojuegos, un conocedor de cuevas donde venden artículos de contrabando, un gilazo hablando giladas por un celular robado y reinsertado al mercado, un oficinista que exagera gastos de caja chica con habilidad grande, un pasador de quiniela clandestina, luego no me quise mirar. Eso sí, todos respetábamos la cola, nuestro último refugio de legalidad.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Las vías

Recorren juntas todo el camino,
y soportan, por igual, el peso que las oprime.
Pero no se tocan.

Las encandila el sol y el frío las contrae,
a las dos, en un mismo tiempo.
Pero no se tocan.

Vidas paralelas,
de oxímoron inevitable por cercana lejanía.

Saben ser, a la vez, escenario de juegos de chicos,
y de muertes trágicas.

Saben ser el camino,
la delimitación de un cauce infranqueable.

Pero encerradas en una trampa geométrica,
no saben tocarse.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

El extraño caso de la caja del kohinoor

Las 8 y pico de la mañana, un día de semana, es un horario difícil para subir a un tren con destino al Centro.

Esperar que bajen algunas señoras que se toman toda una vida para dar el paso que las lleve al andén y resistir estoicos los empujones (y otros contactos menos honestos) de quienes están atrás nuestro, son sólo algunas de las peripecias para atravesar con éxito esa ardua empresa matutina.

Cuentan en un ramal con cabecera en Retiro que el otro día sucedió algo que no registra parangón: en plena hora pico una chica subió al tren con una caja de cartón que en sus laterales tenía dibujado un secarropa y decía con todo orgullo “kohinoor”, que aunque sea chiquitín (sus medidas, para la versión estándar —capacidad 4,2 kg y 2800 RPM— son de 56.8cm de altura y 35cm de diámetro) parece gigante en un tren repleto.

Cuentan también que, como no le quedaba otra, la chica subió la caja del secarropas a su cabeza y la llevaba cual lecherita en su fábula.

Algunos refieren que le pegó en la cara a un chico trajeado con uno de los vértices del cubo de cartón y que pidió disculpas dándose vuelta, con lo cual replicó el golpe en otros rostros frente a los que —para no terminar golpeando a todo el tren— desistió de disculparse.

Dicen también que en un momento se le acalambró el brazo con que sostenía la caja y pidió que se la tuvieran unos instantes, en los que cambió su diestra hábil pero dormida, por una zurda dispuesta…
Tantos días seguidos de lluvia... es imprescindible secar la ropa a como de lugar.