El padre duerme al hijo cuando éste
se sobresalta por las noches.
Fue una conquista de su mujer. Al
principio permanecía inalterable cuando el niño lloraba, hasta que un día la
mujer estalló y lo increpó. Él, entonces, se hizo cargo de la tarea; en su
correcta evaluación, el grito de ella era menos controlable que el marraneo del
recién nacido.
Aprendió, con sorprendente
habilidad, a hacer el biberón con una sola mano, mientras tenía con la otra al
chico. Conoció en poco tiempo la mejor posición para dormirlo, y el ritmo justo
con el que golpearlo suavemente en la cola. Pero jamás le tomó la mano al
descargo del infante en la cuna. Ese depósito, indefectiblemente, llevaba al
inicio de la escena: llanto desgarrador, apertura de boca, tetina en ella y
vuelta a empezar.
El padre entonces, empezó a pasar
largas horas en la silla mecedora. Jamás logró dormir en ella. Se entretuvo con
el sonido de los grillos. Llegó a detectar dos momentos en los que se alteraba
el ritmo del canto de esos bichos. Contó repeticiones, midió duración del
sonido emitido, e intensidad del mismo, y hacía sus anotaciones. Todo ello con
la mano hábil. Así, logró demostrar, que la compactación de la basura los ponía
frenéticos y que, en cambio, el paso del tren carguero, armonioso, melódico,
los relajaba.
Pero no fue una tarea sencilla,
debió esconder cuadernos, biromes y algunos dispositivos técnicos menores. Debió, también, ser paciente y tomar muchas muestras. Su hijo creció, y cuando éste ya era un infante de cierta magnitud, hubo sobornos. Se
sorprendió por lo bien que el niño hacía su papel de llorón nocturno, y también
se sorprendió por los reclamos de una paga mayor (en cantidades de golosinas).
Justo cuando tenía su tesis casi
armada, la mujer, harta de verlo ojeroso durante el día, lo descubrió. Sus
gritos fueron terribles y él perdió su lugar en la casa. Hoy deambula, sin éxito
alguno, por distintas universidades, procurando que lean su tesis, y también
extraña mucho a su hijo.