martes, 27 de abril de 2010

Orson Wells y el telo de Colegiales

Roberto vive en Saavedra junto a su novia Candela. Ella es ocho años menor que él y, por cierto, muy linda. Roberto es diseñador y trabaja desde su casa, en tanto su novia, que ya está instalada oficialmente, trabaja en una empresa de seguros en el centro. Roberto, quien tiene repetidos ataques de celos, la acompaña todos los días hasta la estación de tren y la despide con un beso tierno. Sabe que con esa caminata conjunta evita la mirada libidinosa del diarero.

Después, vuelve al estudio montado en la parte alta de su casa para comenzar a trabajar. Tiene tres compañeros inseparables, su perro Orson, el mate amargo y la radio.

Cuando digo radio, no digo una emisora que arroje una música de fondo, ligeramente cruzada por la voz engolada de un locutor atemporal limitado a dar datos del tiempo y el tránsito. Cuando digo radio, digo hombres y mujeres hablando de política, de fútbol, de actualidad, llamados de oyentes que parecen imitar a Capusotto cuando los imita a ellos, etc.

De hecho, su admiración por Orson Wells —a esta altura, obvia inspiración para el nombre de su perro—, se debe mucho más a la remanida anécdota que su tío le contaba sobre la primera emisión radial de “La guerra de los mundos” —que no fue anunciada como ficción sino como un informe urgente, y que provocó pánico en la New York de los años ’30— que a su consabida actividad de cineasta.

Una mañana como cualquiera, al volver a su casa, encendió la radio, puso el agua para los mates y, tras acariciar a Orson, empezó a trazar líneas en el monitor, con la esperanza de que converjan en un anuncio capaz de satisfacer al cliente que se lo encomendaba (Sr. Cornicelli). Era un anuncio de perchas, e iba en las perchas mismas: justo abajo del gancho. El cliente le había pedido que tuviera la bandera argentina —la mayoría de las perchas son chinas y con eso quería apelar al sentimiento nacional— y que se lea bien claro la marca (que no era, sino, el apellido del fabricante).

De todos modos, eso es anecdótico. La cosa es que cuando ya tenía una bandera flameante, y bien sintonizada una FM que emite desde la calle Freire, se sumó un columnista que, con voz pícara, anunció que antes de llegar vio como una chica jóven, morocha y muy linda, bajó en la estación Colegiales del tren que iba a Retiro y tras saludarse de modo apurado y discreto con alguien que la esperaba en la vereda de Cramer, se metió en el hotel alojamiento que custodia esa estación.

Roberto río cuando el locutor le dijo -¿te das cuenta que acabás de intranquilizar a cincuenta mil tipos cuyas mujeres viajan en el Mitre? Y comenzó a calcular si la cifra era razonable: ¿cuántos tipos como él, tendrían una mujer linda y joven embarcada en un tren que pase por Colegiales por esas horas?

En ese instante le corrió un escalofrío. Algo se movió en su panza. La bandera que estaba haciendo le pareció horrible. Pensó en llamarla. Inmediatamente se dijo que no podía ser tan estúpido. Treinta segundos después la secretaria le decía que Candela aún no había llegado. Probó al celular y lo escuchó sonar en el dormitorio (Candela suele olvidarlo)… Aunque por motivos distintos, sintió en carne propia el pánico que muchos noyorquinos sintieron durante la primera emisión de la guerra de los mundos.

miércoles, 21 de abril de 2010

Que la lleve hasta el puente

Le gustaba pedirme que la lleve hasta el puente,
ver los trenes pasar, esperar el siguiente.
Le gustaba asomarse con el torso al vacío,
coquetear con la muerte bien presente en el frío.

Le gustaba que el viento le revuelva su pelo,
al mirar hacia abajo, desde el puente de hierro
le gustaba que toque, con mi mano, su espalda,
que una ráfaga fuerte le levante la falda.

Me gustaba llevarla, y su risa alocada,
y mas tarde fingirla confundida en almohada.
Me gustaba tenerla por un rato en el puente,
y a la noche tirana, socavando mi mente.

Hoy ya no quiere trenes, ya no sube a los puentes,
no conozco sus gustos, pero sigue en mi mente.
Hoy soy yo el que se asoma con el torso al vacío,
el que tienta a la muerte bien presente en el frío.

martes, 13 de abril de 2010

Dios no existe

De chica, su padre había sido claro. “Dios no existe”, le dijo. “Cuando te morís, no vas a ningún lado, dejas de ser, así de simple”.

Esas palabras, además de inapelables, fueron efectivas para su padre (es decir, frustraron nuevas preguntas y, a la larga, todo diálogo). Para ella fueron inapelables también, pero insatisfactorias… quería algo más. No todos los días muere una madre.

En esta mañana fría, gris, de llovizna deshumanizante, esas mismas palabras resonaban en su cabeza, como le ocurre cada tanto. Ya no busca respuestas, aunque sí conserva la ilusión de encontrar un cuerpo que la abrace.

Del eco de esas palabras la sacó el barullo que había en la barrera. El tren se aproximaba y, en las vías, estaba un perro callejero que se disponía a torearlo, corriéndole al lado y ladrando, como habría hecho tantas veces con autos, caballos, quien sabe otros trenes.

Esta vez, quizá por la pátina de agua, el perro no salió indemne y quedó debajo del tren. Entre los sonidos del otro lado de la vía llegó una risa leve; ella miró asombrada y le pareció que se trataba de su padre, mucho más viejo claro, pero su padre.

Al fin cruzó las vías esquivando los desechos del animal y a quienes venían desde enfrente.