Confunde el tren, mitad apuro, mitad su forma de ser.
Fue hábil para colarse, pero nulo en la necesaria averiguación previa. Ahora ve, con pavor, pasar estaciones de largo —encima es un rápido—. Son estaciones del noroeste, y no de su ansiado norte a secas. El norte en el que lo espera —en vano— la chica del chat.
El tiene el número del celu de ella, pero no tiene aparato y no se anima a pedir uno prestado. Su mente no puede pensar, se dedica únicamente a culpar al tren por no tener un equipo telefónico público a bordo. Luego, advierte su absurda elucubración, se autoresponsabiliza y exonera a los trenes tercermundistas. Más adelante (debería decir, más hacia el noroeste) la bronca cobra fuerza, bufa y patea un asiento. Ve gestos de desaprobación y alguno de temor a su alrededor; con esa patadita perdió toda chance de pedir prestado un teléfono.
Se baja Hurlingham, 15 minutos más tarde de la hora en que había acordado encontrarse en Acassuso y tarda 10 más en convencerse de que le paga la multa al guardia o los de seguridad lo llevan al cuartito. Saca de su bolsillo lo último y compra su libertad.
Corre a un público, coloca una moneda residual y llama. El celular de ella no tiene crédito para recibir esa llamada. Tan bienuda no es, deduce y pierde interés. Recorre el centro de una localidad que no conoce, pensando en cómo colarse para volver.
Se olvida de la cheta, mientras conversa con una promotora de un crédito en el acto, solo con DNI, a tasas siderales.
Veinte minutos más tarde la chica de Acassuso se levanta, se quita el prendedor que la identificaba, bufa y patea la mesa. Se va del bar, entre gestos de asombro, triste, convencida de que otra vez, el candidato pasó por allí, la vio fea y siguió de largo.
Fue hábil para colarse, pero nulo en la necesaria averiguación previa. Ahora ve, con pavor, pasar estaciones de largo —encima es un rápido—. Son estaciones del noroeste, y no de su ansiado norte a secas. El norte en el que lo espera —en vano— la chica del chat.
El tiene el número del celu de ella, pero no tiene aparato y no se anima a pedir uno prestado. Su mente no puede pensar, se dedica únicamente a culpar al tren por no tener un equipo telefónico público a bordo. Luego, advierte su absurda elucubración, se autoresponsabiliza y exonera a los trenes tercermundistas. Más adelante (debería decir, más hacia el noroeste) la bronca cobra fuerza, bufa y patea un asiento. Ve gestos de desaprobación y alguno de temor a su alrededor; con esa patadita perdió toda chance de pedir prestado un teléfono.
Se baja Hurlingham, 15 minutos más tarde de la hora en que había acordado encontrarse en Acassuso y tarda 10 más en convencerse de que le paga la multa al guardia o los de seguridad lo llevan al cuartito. Saca de su bolsillo lo último y compra su libertad.
Corre a un público, coloca una moneda residual y llama. El celular de ella no tiene crédito para recibir esa llamada. Tan bienuda no es, deduce y pierde interés. Recorre el centro de una localidad que no conoce, pensando en cómo colarse para volver.
Se olvida de la cheta, mientras conversa con una promotora de un crédito en el acto, solo con DNI, a tasas siderales.
Veinte minutos más tarde la chica de Acassuso se levanta, se quita el prendedor que la identificaba, bufa y patea la mesa. Se va del bar, entre gestos de asombro, triste, convencida de que otra vez, el candidato pasó por allí, la vio fea y siguió de largo.