Roberto se duerme, sueña un rato, abre un ojo, todavía falta. Roberto se duerme nuevamente, el día fue agotador, la noche anterior un desastre de exigencias domésticas que el tren, acunándolo, le hace olvidar.
El tren llega al destino final para partir nuevamente. Pero su rutina de desandar lo andado se frustra cuando un megáfono anuncia que esa formación “por problemas técnicos será desafectada del servicio”. Roberto, entonces, sueña profundamente.
La gente que baja se aleja y la que se disponía a subir refunfuña con ganas y corre hasta el tren que lo sustituirá, con el ánimo de conseguir un asiento. El andén deviene en un páramo.
Roberto duerme con la boca abierta, babea un poco, y empieza a roncar. Su presencia es de una evidencia tal que solamente puede pasar desapercibida para el guarda que realiza el control de rutina, en contra de toda buena práctica, recorriendo la formación por afuera, mientras come un pancho que mangó, y discute de futbol, a grito pelado, con el policía apostado en la cabecera del anden.
…
Roberto despierta, pero todo es oscuridad, no acredita lo que le ocurre, se desconcierta, no reconoce el vagón, grita, aúlla, es un animal desesperado que solo escuchan unos adolescentes que, tras mucho deliberar, se autodenominaron la “cofradía de los talleres” e incursionaron, por primera y última vez, en los sitios donde reparan (apenas si recauchutan) los trenes, para desmitificar la presencia de fantasmas. De allí saldrán corriendo, renunciando a su idea original, y llevándose material para construir la leyenda del fantasma Tito.