Romo que reniega de su nombre
(Romualdo), pero no de su apodo, es prolijo, metódico, algo introvertido, y le
encanta el fuego. Puede pasar horas mirándolo, agregando maderas o acomodando
las que ya arden. A veces siente que todo lo que tiene es el fuego y el cielo.
Vive al lado de las vías, en esa
hilera de casas que hoy ya son una microciudad y, cuando hay trabajo, ofrece su
cuerpo flaco a la construcción de inmuebles que nunca podrá habitar.
En el mediodía de la construcción
deja el cemento y se ocupa del asado. Poco a poco, sumó a su facilidad para
encender rápidamente un fuego digno, ciertos criterios de cocción: ofrece en
primer término el hueso al calor, cuida que la carne no se arrebate midiendo
con sus castigadas palmas la temperatura que le llega, y aún cuando la materia
prima no suele ser de la mejor calidad, procura conservar un punto de cocción
que deje ver algo del animal que fue.
Hace poco, trabajó en la
remodelación de un hotel de lujo y soñaba con que el jefe de cocina lo viera
hacer el asado para la cuadrilla y lo convocara a la cocina, a la que espiaba
cuando podía. Romo nunca concretará su sueño, siquiera podrá seguir prendiendo
fuegos para calentarse o cocinarse.
La prisión le quitó a su padre
cuando era un niño y le dejó un pánico que lo lleva a desistir sistemáticamente
de las invitaciones a las rondas en las que otros jóvenes del barrio obtienen
botines varios.
El ogro que nunca conoció a su
padre y también gusta de su apodo, visitó una carnicería y a falta de efectivo
que lo satisficiera, completó su robo con unos tiros y un botín especial. Volvió
al barrio y mandó llamar a Romo. Temeroso, Romo acudió. Le encargaron que se
hiciera cargo del banquete. Romo encendió el fuego en el descampado, bien cerca
de las vías. Sabía que cuando pasaba el tren se hacía una correntada que lo
ayudaría en el encendido. Nunca había hecho una pieza de carne de tanto espesor
y debió amainar la ansiedad general. Recién cuando la carne estaba cobriza y dorada
por fuera y destellaba rojo furia en su interior, la sacó del fuego, dejó que
mermara la crispación de los jugos internos, la cortó y sirvió. El ogro, poco
conocedor, se quejó. Entonces, el orgullo de Romo —tal vez potenciado por el
hartazgo del sometimiento a los designios del ogro— pudo más y se le plantó como
nunca nadie lo había hecho. Cuando la cosa estaba áspera, y el Ogro había
sacado su arma, llegaron varios móviles policiales, en busca de los autores del
robo a la carnicería.